LA HABANA, Cuba, julio (173.203.82.38) – Parece ser verdad que Hugo Chávez fue sacramentado por los sacerdotes de la santería cubana. Evito la simplificación “se hizo santo”, porque ligar las palabras “Chávez” y “santo” es como trancar juntos a un jubo y una rana. Pero sí, parece que se hizo santo en La Habana. Es lo que dicen todos. También es lo que siempre se ha dicho sobre algunos de nuestros más encumbrados caciques.
Los prejuiciados y los racistas no debieran considerar que tales hechos, por sí solos, constituyan descrédito para esa religión. Más bien lo contrario, demuestran la infinita bondad y la condescendencia a prueba de cañonazos que saben gastarse las divinidades del panteón yoruba ante disyuntivas de riesgo.
Resultaría perverso, además de un acto de zafia ignorancia, juzgar a una religión, una filosofía, o una corriente cultural cualquiera, únicamente porque los pillos y los exterminadores les echaron las garras en busca de algún beneficio.
Sin contar que es algo que viene sucediendo desde que el mundo es mundo, con todas las religiones, sin excepción, y con todas las filosofías y demás yerbas.
Sin duda, no pudieron prever los esclavos lucumíes, carabalíes y congos que aquellas deidades a las que no pedían nada más que alivio para el sufrimiento y acaso una luz tenue en la noche sin fin de su destino, aquellos humildísimos orishas, pasado el tiempo, estarían expuestos a la malversación de sus dones por parte de ciertos sacerdotes que llevan el alma en el bolsillo, por lo cual les importa tres pitos venderle el santo al mejor postor, sea un sátrapa, un ladrón o un desalmado. Lo único que cuenta es lo único que no contaba antes: el estipendio.
Debe ser el motivo por el que -según dicen- ha viajado a La Habana, muchas veces de incógnito, un hato de dictadores, políticos, deportistas excéntricos, mafiosos, artistas, millonarios, terroristas, suntuosas damas de compañía, en procura de bendición para sus egos y dispuestos a pagar cada milagro según su peso en oro.
También ha sido la causa por la que hoy resulta común ver a los nuevos ricos habaneros -y a los no tanto, pero que de alguna forma se las arreglan para chocar duro con el dólar-, vestidos de punta en blanco, desde los zapatos hasta la sombrilla.
El detalle podría no ser revelador para quienes ignoren que la mayoría de esas personas acuden a la santería con el fin de sentirse protegidos a la hora de “luchar el baro”, o billete, generalmente a través de acciones delictivas, o ilegales por lo menos.
Se trata de los endemoniados santos de nuestra miseria, espiritual y material. Por supuesto que no son todos los que están, como no están todos los que son. Pero lo cierto es que al verlos ya uno no ve en ellos al devoto, sino al individuo que dispone de solvencia económica por encima de la media. Y desgraciadamente, es tendencia aquí, condicionada por la falta de vías honradas para ganar dinero, achacar orígenes ilícitos a toda manifestación de solvencia.
Aunque esté de más, vale aclarar que por grande que sea su número y por escandalosa que sea su mala calaña, los tales endemoniados santos continúan siendo la excepción dentro de la noble y menesterosa masa de consultores de Ifá y de adoradores de Eleguá-Eshu, Obbatalá, Oggún, Changó y Oshún entre otros.
Y queda por descontado que estos dioses no tienen que ver, en absoluto, con las circunstancias (empobrecimiento extremo, debacle cultural y manipulación política) que han constituido aquí tierra fértil para los malversadores de su divinidad.
De modo que a los prejuiciados y a los racistas no les vendría mal un repaso de la historia universal y un moderado uso de la cultura que seguramente poseen, antes de llenarse la boca para afirmar que esa religión, auténticamente cubana y popular, está al servicio del régimen, o lo que es igual, en contra de los intereses de sus víctimas, que no somos sino casi todos los cubanos de a pie.
El legado de aquellos esclavos lucumíes y carabalíes representa hoy un gran patrimonio espiritual para Cuba, esencialmente a salvo de la contaminación politiquera. Los que no reconocen ese legado, tanto como quienes lo agreden acomodándolo a sus burdos intereses, podrán contar quizá con la absolución pero no con la razón.