LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 –El gobierno de esta isla del Caribe donde vivo ha sufrido tantas derrotas militares, algunas en remotos países, como años tiene.
Aún así, según informes divulgados por la KGB, en 1981, diecinueve años después de la Crisis de los Cohetes, el propio Fidel Castro volvió a solicitar a la Unión Soviética que emplazara de nuevo armas atómicas en Cuba. La respuesta de los rusos fue que, en caso de guerra, Cuba tendría que arreglárselas como pudiera, porque ellos no intervendrían en nada.
Dicen que hoy no sólo balas de salva son las que se usan para los ejercicios miliares, y que se busca el acero por donde sea, para restaurar viejos tanques soviéticos, cohetes antitanques, morteros y cañones, que mi isla, todavía con demasiado olor a pólvora, posee una buena industria de armamentos militares.
Pero a Isabel, una anciana de raza negra que perdió a su único hijo en la guerra de Angola, no le interesan esas noticias para nada. Vive en una humilde casita en Santa Fe, poblado costero del oeste habanero, y dicen sus vecinos que su vida cambió desde el día en que recibió la terrible noticia, y que ella nunca fue la misma.
Eran los años ochenta y ella se preguntaba por qué había muerto su hijo en un lugar extraño, en una extraña guerra, muy lejos de Cuba, sin ella poder ayudarlo.
Se preguntaba si murió por nada, si su sacrificio tuvo sentido, si murió como un héroe, si alguien era culpable de su muerte, y repetía las palabras de despedida de su muchacho: Vieja, me voy lejos a luchar con los míos, cuídese, que yo regreso… Dicen que, contento por la aventura que iba a correr, el hijo la cargó en peso en medio de la sala y le dio vueltas y vueltas mientras la besaba una y otra vez.
Pero su muchacho no regresó e Isabel dejó de hablar sobre su triste historia.
Me contaron de ella una tarde, cuando la vi por mi barrio, silenciosa, encorvada prematuramente, como si la pena que lleva encima fuera demasiado pesada para su frágil y pequeño cuerpo.
Hace unos días la invité a entrar a mi casa. Me miró extrañada, balbuceó algo que no pude entender y siguió su camino, sin mirar atrás, como si no me hubiera escuchado.
Me cuentan sus vecinos que a veces la ven dando vueltas en silencio por el patio de su casa, que se sienta junto a un árbol que su hijo sembró y que allí pasa horas, con la foto de su ¨ muchacho ¨ entre las manos, sin lamentarse, sin derramar una lágrima, como si ya no perteneciera a este mundo.