LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -En días pasados el colega Leonardo Calvo, que además es vicepresidente del no oficialista Comité de Integración Racial (CIR), escribió un artículo en el que censuraba, no sin razón, la permanencia de la estatua del general José Miguel Gómez en la habanera calle G ó Avenida de los Presidentes.
Como se conoce, el general Gómez era el presidente de la República en 1912 cuando se perpetró la masacre de aproximadamente 3000 ciudadanos negros a raíz del levantamiento armado del Partido Independiente de Color.
El gobierno de Gómez se caracterizó por una gran corrupción administrativa, que posibilitó el enriquecimiento personal del Presidente y de muchos de sus colaboradores y amigos. Una conocida frase describió aquella situación: Tiburón se baña, pero salpica. Entonces, ¿qué méritos recaen sobre la figura de José Miguel Gómez para que los actuales gobernantes de Cuba, que además aborrecen casi todo lo relacionado con la etapa republicana, conserven en pie su estatua? Es cierto que José Miguel fue tal vez el presidente republicano que más se destacó en la gesta independentista, pues formó parte del Estado Mayor de la columna de Máximo Gómez, y libró exitosas operaciones militares durante la invasión a Occidente. Mas no pienso que ese sea el motivo fundamental de la efigie.
Quizás la génesis del reconocimiento habría que buscarla en el propio entorno del conflicto armado de 1912. Era un criterio muy generalizado que la insurrección representó, desde un principio, una amenaza para las compañías mineras y los centrales azucareros norteamericanos ubicados en la antigua provincia de Oriente, lugar donde se hicieron fuertes los alzados. En esas condiciones, el presidente de Estados Unidos, William Taft, le comunicó al presidente Gómez que había ordenado a una fuerza naval reunirse en Cayo Hueso, y que había enviado a tres acorazados, con infantería de marina a bordo, a la costa sur de Oriente, todos listos para desembarcar en la isla si el gobierno cubano era incapaz de controlar la situación.
Según nos cuenta el historiador Rafael Fermoselle en su texto Política y color en Cuba, la respuesta de José Miguel Gómez no se hizo esperar. Le expresó al presidente Taft que la amenaza de intervención militar en Cuba “era un insulto al sentimiento patriótico del pueblo cubano”, y que él, como presidente de la República, iba a hacer todo lo posible por evitarla. Y así lo hizo: reclutó a 10 mil efectivos, entre fuerzas regulares y voluntarios, y mandó a sus mejores jefes militares a la zona de guerra. Al poco tiempo había aplastado sin piedad a los sublevados. No es de extrañar que, en el fondo, los actuales gobernantes de Cuba sientan cierta admiración ante una actitud enérgica frente a una hipotética intervención militar norteamericana, pues el antiyankismo constituye la esencia de su discurso político.
Por otra parte, y comoquiera que nuestras autoridades se niegan tercamente a realizar auténticas reformas económicas y políticas, han optado, tal vez con el objetivo de distraer la atención de la opinión pública, por implementar cierta apertura en otras esferas de la sociedad, como la relacionada con la fe, la preferencia sexual y la problemática racial. En ese contexto se inscribirían, entre otros, acontecimientos tales como el reciente diálogo Iglesia Católica-Estado, la labor del semioficial Centro Nacional de Educación Sexual, con Mariela Castro al frente, así como la vuelta al debate público de las disparidades raciales que aún subsisten en la nuestra sociedad.
Una interesante encrucijada se presenta ante los gobernantes cubanos: o derriban la estatua de José Miguel Gómez, y así desagravian la memoria de los miembros del Partido Independiente de Color que regaron con su sangre la tierra de la patria, o conservan la estatua como homenaje a una posición nacionalista que clasifica entre las más consecuentes de la etapa republicana.