LA HABANA, Cuba, diciembre, 173.203.82.38 -La historia de Enrique es una más de las tantas que han tenido que sufrir los jóvenes que gustan del rock, que hasta hace pocos años era tratado como ilegal, como casi todo en Cuba.
Recientemente leyó en el periódico Tribuna de La Habana la convocatoria para trabajar en los Servicios Especializados de Protección, SA (SEPSA), y decidió optar por una plaza, ya que consideró que reunía los requisitos exigidos.
Se presentó con sus documentos, aprobó los exámenes médicos, físicos y psicométricos, y solo le faltaba la entrevista con el funcionario designado. El día señalado se acicaló bien. Quería causar buena impresión, pues la apariencia física era uno de los requerimientos fundamentales para ser aceptado, aunque ya él se veía haciendo guardia con su uniforme.
Las dos primeras preguntas que le hizo el entrevistador lo dejaron desconcertado. La primera -“¿Quién es Ramiro Valdés y qué cargo ocupa en el Gobierno?”-, no la supo responder. Y en cuanto a la segunda -“¿Cuál es la organización de masas más grande de Cuba?”-, cuando respondió que era la CTC (Central de Trabajadores de Cuba) no quiere ni recordar el sermón que le dio aquel hombre.
Pero como él mismo dice, con la tercera le dio jaque mate: “¿Y tampoco te acuerdas de que estuviste preso por tráfico de divisas?”
Aquella frase fue como un golpe en la boca del estómago. De repente revivió una parte de su adolescencia. Días ya lejanos, pero muy vivos aún en su memoria, pues los acontecimientos de entonces seguían siendo su peor pesadilla.
Por aquella época estudiaba becado en un politécnico de Boyeros, y al llegar las vacaciones se dejaba crecer el pelo, como otros jóvenes, y se reunían en alguna casa a escuchar su música. Los padres, que en su adolescencia habían hecho lo mismo, los dejaban, pues sabían que no estaban haciendo nada malo.
Un día, cuando Enrique y otro compañero de estudios salían de una de estas casas, en Alamar, un patrullero los interceptó y se los llevó para la estación de policía más cercana. Allí les hicieron vaciar los bolsillos, para desgracia del joven, pues tenía un billete de veinte dólares que uno de los muchachos se había encontrado, y se lo había dado para que su papá le dijera si era auténtico.
Cuando el guardia que los registró vio el billete, ahí sí Enrique sintió miedo, por las exclamaciones y las amenazas, y por tantos policías como salieron de quién sabe dónde para ver aquello. Lo hostigaban a preguntas: quién se lo había dado, dónde los traficaba, quién era el jefe. Pero él solo respondía: “Me lo encontré.” Y el amiguito lo apoyaba.
Cuenta Enrique, que lo que más lo asustó fue cuando el oficial que lo coaccionaba le dijo: “Te voy a encerrar con tres negros, que te van a poner a bailar rock.” Pero aún así, no habló.
Después de un mes presos, de interrogatorios constantes, al otro joven lo soltaron, pero a él, que acababa de cumplir diecisiete años, lo llevaron a juicio y lo condenaron a un año de prisión por tráfico de divisas. Como resultado, no pudo terminar sus estudios, y desde entonces carga con ese estigma.
Por eso, por hacerlo revivir aquella pesadilla, Enrique no pudo contener su indignación. Se levantó, y antes de irse exclamó, airado: “¡Si no me ibas a dar el trabajo, ¿para qué me hiciste tantas preguntas?!”