LA HABANA, Cuba, diciembre, 173.203.82.38 -El temor y el aislamiento llenan cada minuto de la vida diaria de Bonifacio Ruiz Almaguer. Ya no encuentra ninguna salida. Es uno de los llamados “excluibles” y se siente como un paria.
Había salido de Cuba durante el éxodo del Mariel, el 30 de abril de 1980, siendo menor de edad, después de haber entrado, como otros miles de cubanos, en la embajada de Perú.
Tras ser procesado como refugiado en Miami, decidió irse a Houston, Texas, pero allí le resultaba difícil encontrar trabajo por su extrema juventud, y se fue a buscar empleo en una comunidad de cubanos en el campo. Sin embargo, allí tampoco tuvo mejor fortuna y se marchó a Corpus Christi, donde continuaron sus dificultades sobre todo a causa de que no hablaba inglés.
Entonces la suerte cambió para él cuando encontró a un italiano que le dio un pequeño empleo en una camioneta y lo ayudó a sacar la licencia de conducción. Estuvo allí hasta el 14 de febrero de 1982, cuando su destino volvió a cambiar, esta vez de manera drástica.
Ese día, mientras se encontraba bebiendo en un bar y, tras una discusión, un hombre le disparó sin lograr alcanzarlo. Al responder son su arma, Bonifacio le dio muerte de un balazo. Fue apresado, enjuiciado y, finalmente, lo condenaron a diez años de prisión, la máxima pena por el delito que había cometido. Tenía entonces veintidós de edad.
No había tenido ningún problema en el centro penitenciario e incluso había vencido estudios de nivel medio cuando, ocho años después, iba a ser liberado, pero las autoridades le anunciaron que sería retenido de todas maneras durante dos años más y luego, sorpresivamente, le anunciaron que sería enviado a Cuba.
De regreso en el país, fue trasladado a la prisión Combinado del Este y le dijeron que durante cinco años tendría la condición de “excluible”. Del dinero que las autoridades norteamericanas le asignaron, las autoridades cubanas solamente le entregaron cien pesos.
Lo liberaron al cabo de varios meses, pero siempre estaba bajo el control de algún oficial de policía y, a dos años de su regreso, fue condenado a dos años de prisión por “peligrosidad social”. Aunque al salir en libertad le resultaba difícil encontrar trabajo, siempre se las agenció para hallar alguno y, aun así, fue sancionado a un año de prisión domiciliaria, sin motivo.
Finalmente, ya no aspira a nada. Se pasa todo el tiempo en su casa por temor a ser sancionado de nuevo con cualquier excusa. A pesar de que le gusta la bebida, tiene que limitarse mucho. Además, le han prohibido participar en los actos públicos del gobierno e incluso votar. Y en realidad ya no se siente seguro ni siquiera dentro de su casa.
A veces piensa que sería preferible seguir encarcelado en Estados Unidos que vivir aquí de esta manera. “Allá por lo menos tenía una iglesia en la prisión, y la posibilidad de estudiar, de entretenerme y alimentarme bien”, asegura. Y añade: “Aquí no puedo expresarme con ninguna libertad… ¡Y mira esto!”, exclama, abriendo el refrigerador para mostrar la carencia de provisiones.
Mientras Bonifacio carga a su mascota, un cachorro de perro salchicha que parece ser su único amigo, su madre, muy anciana, cierra la puerta del refrigerador con lástima y con temor.