LA HABANA, Cuba, diciembre, 173.203.82.38 -La historiografía cubana ha contado con autores serios, los cuales, con independencia de sus inclinaciones ideológicas, han brindado una visión del pasado lo más objetiva posible. Entre ellos podemos citar a Herminio Portell Vilá, Manuel Moreno Fraginals, Emilio Roig, Ramiro Guerra y Julio Le Riverend. Por el contrario, existen otros que podríamos calificar como ideólogos contemporáneos de la historia de Cuba, ya que nos enfocan el pasado con suma parcialidad, tal y como le conviene al presente castrista. Serían los casos, por ejemplo, de Mildred de la Torre, Enrique Ubieta y Rolando Rodríguez.
Rolando Rodríguez es un autor que muestra claramente sus preferencias y detracciones. Se siente atraído por la figura de Carlos Manuel de Céspedes, y no pierde ocasión para injuriar a Tomás Estrada Palma. Con respecto a este último, lo único importante para el historiador es que Estrada Palma propiciara la intervención militar de Estados Unidos en la isla. Casi nada expresa acerca de la honradez y el respeto por la cosa pública que caracterizaron al gobierno del sustituto de Martí en la dirección del Partido Revolucionario Cubano.
Por supuesto que nada tendríamos que objetar al cespedismo de Rolando Rodríguez. Todos los cubanos sentimos admiración por el Padre de la Patria. El problema consiste en que Rodríguez acompaña su enaltecimiento con consideraciones que son susceptibles de generar una disputa. En su texto La forja de una nación, Rodríguez afirma que “la creación de la Cámara de Representantes por la Asamblea de Guáimaro, en 1869, fue un artificio institucional que entorpeció la lucha de los cubanos por su independencia”. Sabemos que fue precisamente ese órgano legislativo el que decretó la sustitución de Céspedes como presidente de la República en Armas.
En realidad existe una amplia polémica histórica sobre la labor de la Cámara de Representantes en esa primera contienda independentista. Son muchos los que opinan— me cuento entre ellos— que la Cámara constituyó una muestra del carácter civilista y democrático de aquellos cubanos, los cuales deseaban evitar los gobiernos dictatoriales que ya se apreciaban en otras naciones latinoamericanas que habían accedido a la independencia. Otros analistas, en cambio, creen que el momento solo era propicio para el accionar de las armas y no para discusiones estériles.
Sin embargo, al evaluar de quién se trata, no es difícil concebir que en esta ocasión al historiador lo anima fundamentalmente la interacción pasado-presente. Es casi seguro que Rolando Rodríguez vea con buenos ojos el funcionamiento de la Asamblea Nacional del Poder Popular en Cuba, donde la no separación de poderes hace que los diputados compartan el local de deliberaciones con Raúl Castro y el resto de los miembros del poder ejecutivo, y de esa forma cumplan la misión de aprobar dócilmente las decisiones emanadas del Poder. Entonces, claro está, ¿qué importancia podría otorgarle Rolando Rodríguez a un órgano legislativo que sí ponía frenos a los poderes de un gobernante?
Para los cubanos amantes de la democracia, la Cámara de Representantes de Guáimaro es un antecedente de los órganos legislativos que brotaron de las Constituciones de 1901 y 1940, y será un punto de referencia en el momento en que establezcamos el Estado de Derecho.