LA HABANA, Cuba, marzo (173.203.82.38) – Ese día, al amanecer, cuando Teófilo salió a mudar su vaca, vio a Luis que casi se mata en la bicicleta para llegar junto a él, y le pedía que buscara rápido un cuchillo. Teófilo no comprendió, pero cuando Luis estuvo más cerca, le explicó que a la entrada de su casa, por la bejuquera, habían matado una novilla para llevarse los perniles, y él quería coger un pedazo. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Teófilo.
-Alabao, muchacho, ¡eso es candela! Si nos cogen nos pueden acusar de hurto y sacrificio, y son veinte años.
Pero el hambre lo convenció. En definitiva, él no la había matado. Además, aún no había amanecido y no había un alma por los alrededores.
Cuando por fin se formó el alboroto, se supo que el dueño era Braulio, un hombre que vive por la zona de Pancho Pérez, en Pinar del Río, y acostumbra dejar los animales sueltos.
El oficial de la policía apodado “el Mantuano” no se explicaba cómo Teófilo, viviendo tan cerca, no había visto ni oído nada. Por eso, mandó a que le hicieran un registro en el que le ocuparon ocho libras de carne. Ya en la unidad, para presionarlo, lo amenazaron con acusarlo de hurto y sacrificio y detuvieron a su esposa y a su único hijo de dieciséis años, al que, para hacerle hablar, lo amenazaron con dejar presa a la mamá. El niño se echó a llorar, pero como nada sabía, nada pudo decir.
Al final, soltaron a Teófilo con su familia, después de imponerle dos mil pesos de multa, que debía pagar en 72 horas. De Luis nunca supieron nada, porque Teófilo no habló.
A los restos de la novilla, que hubieran alcanzado para alimentar a varias familias, la policía, como siempre, los regó con petróleo y los quemó. Mientras ardían, “el Mantuano” repetía:
-Se jodieron, ni un pedacito de carne van a comer.