LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -En 1948, el escritor inglés que usaba el seudónimo de George Orwell publicó una genial novela sobre la vida bajo un régimen totalitario. Con muy buen sentido, simplificó al máximo su título: partió del año en que la creó, aunque cambió el orden de los dos últimos dígitos. Fue así que surgió una de sus obras más conocidas y lúcidas: 1984.
Como el gran literato escribía tras la Segunda Guerra Mundial, cuando ya habían desaparecido los regímenes nazi y fascista, su novela retrataba el comunismo. No obstante, recuerdo haber leído en una revista de la era de Brézhnev que, en realidad, él describía con admirable premonición… ¡la Inglaterra de Margaret Thatcher!
De 1984 se graban en la memoria agudezas memorables como el personaje del mandamás, llamado en castellano “el Gran Hermano”. Aunque, pensándolo bien, ésa parece ser una interpretación imprecisa, pues creo que la expresión “Big Brother” quedaría mejor traducida a nuestro idioma como “Hermano Mayor”.
Otro detalle ingenioso de la obra de Orwell es la llamada neo-lengua creada por el régimen totalitario, con lo que este último parece aplicar la oración sagaz, pero también cínica, del obispo y príncipe Talleyrand, cuando dijo: “La palabra se hizo para encubrir la verdad; no para decirla”.
En ese peculiar idioma, los nombres de las entidades expresaban exactamente lo contrario de su esencia: las mujeres fáciles eran activistas de la Liga contra el Sexo; el Ministerio del Amor se dedicaba a torturar, encarcelar y ejecutar súbditos; y el de la Verdad estaba consagrado a tergiversar de modo sistemático la historia.
Han acudido a mi mente estas agridulces reminiscencias de la obra del gran escritor británico al leer la noticia —algún nombre hay que darle— publicada con el máximo destaque por el miniperiódico Granma el pasado jueves 17. Con motivo de conmemorarse el Día del Campesino, un gran titular en rojo proclama en primera plana: “La tierra es de quien la trabaja”.
Una cosa es cierta: los comunistas cubanos —tanto los “pericones” de la Vieja Guardia pertenecientes al llamado Partido Socialista Popular, como los de la nueva hornada surgida al calor de la prédica y la acción de Castro— han enarbolado de modo sistemático esa vetusta consigna agrarista.
Cuando a mediados de 1959, pocos meses tras la caída del régimen de Batista, se habló de dictar una Ley de Reforma Agraria, la oración arriba citada fue justamente el leit motiv de la propaganda gobiernista desplegada por los órganos de prensa vinculados al oficialismo.
Sin embargo, como personajes orwellianos, los líderes del nuevo “Proceso” cubano hicieron justamente lo contrario de lo que proclamaban. Aunque se insistió mucho en los pocos títulos de propiedad que se entregaron, en realidad eso constituyó la excepción.
La regla que se aplicó en la práctica fue reconocer la existencia de las fincas particulares creadas con anterioridad y que eran explotadas por sus poseedores como arrendatarios, aparceros o precaristas. O sea: que se reconoció como propietarios a quienes desde antes venían actuando ya como campesinos individuales, aunque sin ser dueños de sus predios.
En el caso de las tierras explotadas por latifundistas y otros grandes propietarios, los obreros agrícolas siguieron teniendo esa condición, sólo que, tras la aplicación de la Ley, dejaron de trabajar para terratenientes o compañías privadas, y pasaron a hacerlo en los marcos de algunas “cooperativas” y —sobre todo— de las nuevas empresas agropecuarias estatales denominadas con un eufemismo grandilocuente: “granjas del pueblo”.
En esto se puso de manifiesto que, pese a todas las solemnes declaraciones de los líderes —comenzando por el Número Uno, que en más de una ocasión habló de una revolución no roja, sino “más verde que las palmas”—, desde un inicio se pensó en la estatización de las propiedades. Con esto, por cierto, se sentaron las bases para el terrible desastre económico que ha sufrido Cuba durante este medio siglo.
Para que se vea hasta qué punto fue mentira la consigna de entregar las tierras a los campesinos, basta dar un solo dato oficial: tras la culminación de la reestructuración agraria en el país, el Estado fue —y aún sigue siendo— propietario ¡de más de sus cuatro quintas partes!
Sí, hay que reconocer que George Orwell fue genial cuando nos escribía sobre la Liga contra el Sexo y los ministerios del Amor y de la Verdad. También quiero pensar que, si hubiese alcanzado a conocer el régimen castrista, su Hermano Mayor hubiera bautizado las fincas estatales como “granjas del pueblo”, y habría lanzado sin falta una nueva consigna falaz: “La tierra es de quien la trabaja”.