LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Mitómano. Fabulador. Etilo-dependiente. Esclavo del tabaquismo, y tal vez otras definiciones semejantes pudieran reflejar los elementos básicos de la personalidad de José Ramón Ávalo Pérez. Quienes lo conocimos no rebatiríamos esas definiciones de su naturaleza, pero sí añadiríamos otros ingredientes no menos visibles: afable, cariñoso, acogedor. Su techo y su mesa, amables refugios para quienes su magro bolsillo impedía pagar posada y mendrugo. Desde Oriente hasta Pinar del Rio, incontables opositores al castrismo repararon fatigas en este humilde sanctasanctórum de la libertad de Cuba.
Ya su sonrisa, y sus escandalosas e inocentes mentiras, no están entre nosotros. Solo un nudo en la garganta, y una inminente perplejidad, circundan el escueto ámbito de La Casa de Ávalo. Los ojos, ajenos al rubor, navegan en lágrimas viriles que no nos cuidamos de esconder. Pepe, nuestro Pepe, se nos ha ido, dejando en su lugar una profunda sensación de vacuidad.
Entre las gemas más preciadas de mi peculio espiritual, está haber formado parte del pequeño contingente que te acompañó en tus últimas horas. Con miradas rebosantes de cariño me quisiste pagar los mimos que con gusto te ofrendé en tu lecho postrero. No, Pepe mío, no me debes nada, soy yo el deudor, soy yo quien nunca podrá pagarte por esa prodigalidad en repartir tus carencias, por esos brazos abiertos a toda ingratitud; gracias por haberme dejado quererte.
Pero no creas, viejo malandrín, que te has ido para siempre; no creas que nos has dejado solos con nuestros fatuos personalismos, con nuestras rencillas comineras, con nuestros ridículos protagonismos, y también con nuestras indeclinables cualidades morales. Tus ávidas lecturas, tus amplísimos conocimientos, no serán suficientes para hurtarnos tu contagiosa alegría de vivir, tu jarana a flor de labios, tu descaro de decirme que mi mujer era tu amante. Te amé, y solo ahora he sabido cuánto. Solo ahora sé cuánto te estoy necesitando, aunque sólo sea para que, por señas, me sigas diciendo cornudo.
Seguirás estorbando por toda la casa, gruñendo por lo más mínimo, batallando por resucitar los radios rusos que la vejez te dio por recoger entre los desperdicios, o sentado en tu sillón detrás de la puerta, cazando a quienes lleguen de la SINA para arrebatarles la fotocopia en blanco y negro de algunas páginas de El Nuevo Herald; dándote a escondidas tu buchito de alcolifán y fumándote tu cigarrito (éste es el último)
En esta triste tarde sabatina llevamos lo poco que quedaba de ti al cementerio de Colon. En la capilla, un cura negro le dijo a un tosco cajón gris, mencionando un nombre leído en un papelucho, las mismas cosas que les dice, apresuradamente, a todos sus “clientes”. Cargué la caja con tus magros despojos por ti, no por el cura con su igualitario y manoseado responso.
No supiste que Bruzón, parado frente a una tumba cubierta por una veintena de coronas, le dijo al viento unas palabras de despedida. No un hasta siempre, sino un hasta pronto, y unas frases gratulatorias por todo lo que fuiste, -y lo que eres- para la oposición cubana.
Tampoco supiste que el régimen de los Castro, temeroso ante cualquier actividad sobre la que no tengan el más estricto control, se mantuvo visible mientras te acompañamos en la funeraria, y desplegó sus efectivos en el cementerio, profanando con su impudicia nuestro recogimiento y nuestro pesar.
El poco tejido que apenas recubre tu esqueleto quedó apresado en aquel hoyo profundo, pero cada vez que suba al segundo piso en Virtudes 509 un viejo jodedor me abrirá la puerta, y un “que bolá, viejuco”, se cruzará entre mi garganta, todavía útil, y la tuya, devorada por el cáncer.
Por más que me esfuerce, nunca quedará conclusa mi despedida a un arquetipo.
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