LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -El viernes 13 de julio se hizo la presentación del último premio Franz Kafka, auspiciado por la República Checa, la novela Días de entrenamiento, de Ahmel Echevarría. Ocurrió en la sala de la casa de un amigo y en medio de un puñado de asistentes, pues lamentablemente el autor tenía muy pocos ejemplares para regalar. Todo fue sencillo y fluido: primero se mostró el video de una entrevista al autor, luego Jorge Enrique Lage leyó la presentación del libro y Orlando Luis Pardo habló sobre su relación amistosa y literaria con Ahmel y sobre el libro, y finalmente este dijo unas breves palabras para dar paso a la repartición y dedicatoria de los ejemplares. Ellos tres, además de ser más o menos de la misma edad —entre los treinta y pico y los cuarenta—, han sido durante mucho tiempo grandes amigos y compañeros en la aventura literaria, con lecturas y escrituras concebidas como vasos comunicantes y muy relacionadas con la vida cotidiana, los sueños, los pesares y las introspecciones de cada uno, e incluso han llegado a colaborar en la realización de revistas digitales, sobre todo la tan peculiar The Revolution Evening Post (TREP).
En la entrevista, Ahmel Echevarría habla, entre otros arduos asuntos, de cómo, a la manera de Borges, “cada autor se busca y se inventa una tradición literaria”, y reconoce: “En estos momentos creo que estoy en mitad de la cuerda floja en el sentido de que, por todos los medios, quiero asumir un compromiso ético y estético con lo que estoy haciendo. Es decir, subir cada vez más la cuerda”. Esa búsqueda de un compromiso que asumir, en el cual se confundan la ética y la estética, ha sido siempre una condición de textos narrativos suyos como Inventario o Esquirlas, publicados por la editorial Letras Cubanas. De la misma manera, también lo ha sido el reto de subir la cuerda floja: a mayor altura, mayor el vacío sobre el que pende.
En su texto, Jorge Enrique Lage hurga en los significados, personajes y entresijos de la trama, en las consecuencias. “Si escribir es entrenar, si alguna práctica de escritura puede pensarse como entrenamiento, lo siguiente que hay que preguntarse es por esos desafíos para los cuales está lo de entrenar. ¿Son literarios? ¿Son inminentes? ¿Se desplazan como el horizonte a medida que se entrena?”, se pregunta. Sin embargo, para él lo que queda claro al cerrar esta novela-cuaderno —como define a Días de entrenamiento— “es que Ahmel Echevarría ha saldado cuentas no solo consigo mismo, sino también con la mayoría de las narrativas made in Cuba, confesionales, supuestamente forjadoras, intercambiables, de su perdida generación”. Hablando de un personaje de la novela dice: “Un ser humanoide de poco más de un metro de estatura, que hace funciones de criado personal, te limpia la casa, te atiende, te lleva el desayuno a la cama. Imaginemos a ese kodama diciendo: «Ahmel, pégate el bolígrafo a la sien como si quisieras volarte los sesos con un disparo y escribe». Este Ahmel es el personaje en el que se mira Ahmel Echevarría en esta novela, este Ahmel que tiene un kodama es, por supuesto, un alter ego de un escritor, pero no se trata del autor de Esquirlas ni de Inventario. En Días de entrenamiento este Ahmel empieza de cero”.
Aclarando antes que todo que el Premio Novelas de Gaveta Franz Kafka, está concebido para promover libros cuya publicación ha sido difícil o imposible en Cuba, Orlando Luis Pardo relató cómo, cuando le fue presentado a Iroel Sánchez, el entonces presidente del Instituto Cubano del Libro “dijo que mientras estén esos sueños con Fidel ese libro no se publica. La típica lectura”, lamentó Orlando Luis, “el gendarme que se pierde la imagen más hermosa de la revolución cubana, los sueños, que son devueltos por ese premier omnímodo, por ese hegémono, son devueltos a todos, a los perdedores, a los que salieron por la fuerza centrífuga del país”. Hacía una relación con los sueños con Fidel que aparecen en Boarding home, la demoledora novela de Guillermo Rosales, relación que el mismo narrador de Días de entrenamiento señala. En sus observaciones, Orlando Luis Pardo supone que “ya Ahmel está en otra etapa. Este libro no es más que un teclazo, cuando se lee es como un acorde quizás no tan armónico. Es un fragmento, un pedazo de ese cuaderno que Ahmel quizás está abandonando ahora para ponerse a escribir literatura, para triunfar y hacer una carrera de escritor y, en algún momento volver a la manada de lobos esteparios que se enfrentan a esa especie de imposibilidad: cómo narrar la literatura cuando uno no quiere hacer literatura, pero quiere vivir todo el tiempo pensando en qué es lo que podría ser un límite en literatura”.
A pesar de todo, esa escritura le es tan próxima que casi puede asumirla, y se refiere a “la percepción de que la nave, la casa de los náufragos, está haciendo agua, pero está la belleza que puedes narrar en medio de esas ruinas; cómo trancarte en una balsa que se llama el apartamento de Ahmel y pasarte un fin de semana tratando de hacer el amor con una persona, aunque la angustia te bloquee”. Confiesa además que, sin que le parezca automáticamente una virtud, una de las cosas que más le gusta del libro “es que no hay resentimiento: ese tipo está todavía apostando por la libertad en medio de la alambrada, incluso la alambrada de su propio cuerpo; está apostando por la belleza en medio de lo feo; está apostando por el futuro en medio de la no historia, de lo que no tiene tiempo”. Pero esta escritura no solo le resulta cercana, sino que tiene un efecto sorpresivo: “A mí la novela me da ganas de vivir”. ¿La razón? Según él, la literatura de este autor “tiene el don de fingir una biografía y ejecutarla, de ser muy consecuente”. Remata con punzante nostalgia: “Esperemos que su literatura termine pronto y vuelva a los cuadernos y a los fragmentos”.
Por último, Ahmel Echevarría habló escuetamente acerca de Días de entrenamiento, procurando dar, al menos, alguna idea de lo que pretendió hacer, de esas motivaciones que echan a andar la inventiva de un narrador. “El libro parte de conversaciones y sueños de amigos, y también de un reto en unos artículos que habíamos publicado en TREP, donde si mal no recuerdo Jorgito Lage decía que el boom de la novela latinoamericana iba a cerrar cuando hiciera su novela el último dictador. Bueno, no sabemos cuál es ese último dictador, pero en este caso él habló de que falta algo por narrar todavía. Y es como si en este libro —que es la novela, digamos, de Fidel Castro— se narrara el boom latinoamericano, más allá de que eso pueda ser o no”. Pero también persiguió un objetivo más práctico: “Al mismo tiempo es como poner a funcionar una página narrativa que iba a cerrar aquello que yo llamo el «ciclo de la memoria», que comenzó con Inventario y siguió con Esquirlas”.
Este «ciclo de la memoria» termina en esta novela —aparte de si narra o no el boom de la novela latinoamericana o de si es la novela del último dictador o no— que nos obliga a preguntarnos lo que con frecuencia nos preguntamos sobre “nuestra realidad”, sobre el vínculo individuo-poder, etc., pero ahora nos lo preguntamos con una especie de distanciamiento, como ante un déjà vu que no es exactamente lo ya visto. Tal es el desamparo esencial que recorre esta serie de personajes detenidos en un tiempo que parece una implosión perpetua, tanto el vértigo que sustenta ese orden y esa normalidad aparentes. Ese Ahmel recuerda por momentos al extranjero de Camus. Quiere escribir, quiere pintar, quiere amar, pero todo termina estando demasiado remoto. No hay realidad, no hay fantasía: lo verosímil es inverosímil. En fin, oh sarcasmo feliz, el anciano caudillo que pasa de una página a otra en su silla de ruedas, le dirá a Ahmel: “La literatura es algo tremendamente bello. Dentro de la literatura, todo. Recuérdalo, pero no lo tomes como un consejo, sino como un mandamiento”. Casi pudiéramos reír si esas palabras no fueran eco de muy amargas referencias, de terribles delirios de una egolatría criminal. Como esta otra aseveración del anciano del dedo afilado: “Ya te dije que la literatura podía convertirse en algo mucho más grande que nosotros mismos”.
Más fabuloso que la Sucia Caja de Cristal, que el kodama (irónica referencia a María Kodama, última esposa de Borges) y otros personajes y eventos del relato, Fidel Castro es al mismo tiempo más real que el mismo protagonista. Sus compulsivos parlamentos son lo más turbador que suena en este ámbito (“Es mi gran plan… ¿Ya te dije que quiero reencarnar en un escritor? Hay que emplearse a fondo, lo sé y lo sabes, debes tomar en cuenta las escaramuzas, hacerte de un patrimonio. Hay que pelear duro y vencer, porque también importa el resultado. Crear es pelear, crear es vencer”.), aun cuando resulten frases inéditas en boca del personaje real (“Un ataúd, como un fantasma, recorre la isla… ¿Tú crees que ese ataúd también sea literatura? Si en verdad lo es, por favor, dime ¿por qué a la literatura la rondan los muertos?”). Y llega ese momento esperpéntico y atroz que el narrador nos describe con una prosa tan eficaz que no parece asombrosa: “Abrí la chaqueta de su traje de gala oliva para tocarle el pecho y sentir los latidos de su corazón, pero debajo tenía un uniforme de campaña. Traté de abrir esta otra prenda y así comprobar que su corazón latía, sin embargo encontré que también llevaba un mono deportivo. Abrí el zipper. Luego de levantarle un pulóver pude palparle el pecho. Su corazón no latía, pero el anciano seguía escribiendo”. En su nota para la contracubierta, Lage apunta que “este «viejo de fierro» es, ante todo, el agujero negro, la sombra que alumbra la escritura del Ahmel autor, que otorga potencia y sentido a esta novela-cuaderno y la hace inquietante, incómoda, insoslayable”.
El cuento «El insomnio del Censor», que publicó anteriormente, termina así: “Le regalo mi estilográfica para que escriba sus memorias. Hágalo. Empiece hoy mismo”. En Días de entrenamiento, su kodama le regala a Ahmel una pluma, que luego él le regalará al obsesivo anciano; este, sin embargo, para no deberle nada, a su vez le regalará a él otra pluma, idéntica a la anterior. Hay raros diseños de objetos y personajes en la textura del relato y aparecen varias alusiones a lo que Julio Cortázar llamaba “figuras”. El narrador dice en un momento: “No estoy seguro de haber logrado una verdadera figura uniendo con un supuesto trazo todo lo que llega a mi memoria cada vez que tarareo la balada”. Uno puede suponer que se ha pretendido hacer una “figura” cortazariana en la novela, o varias. Es posible. El mismo Cortázar define estas “figuras”, digamos, como recónditas formas, en sí indefinibles, construidas en el cuerpo de un relato a través de las relaciones de los personajes, del juego de significados de las cosas y los hechos. De cualquier manera hay figuras, o esbozos de figuras, cortazarianas o no, recorriendo esta escritura en todas direcciones, hechas con el trazo seco de un dolor a veces sesgado y a veces de frente, devorando las palabras que tratan de expresarlo.
En otro texto anterior suyo, «Diálogos rumbo al matadero», el escritor anota: “Escribo para perder el rostro, dijo Foucault. No he podido olvidar esta frase, la tengo en cuenta cada vez que leo un libro”. Es posible que, al menos inconscientemente, el recuerdo de esa frase se halle presente cada vez que Ahmel autor escribe una página. Perder el rostro anulando el olvido como si así recuperara el rostro verdadero, extraviado antes de la escritura. Por ello este intento de cerrar el «ciclo de la memoria». La novela finaliza con estas palabras del personaje Ahmel: “Mi gran problema es la memoria. Yo no puedo olvidar. El universo cambiará, ¿pero qué pasará conmigo? Solo eso le dije a mi kodama”.