LA HABANA, Cuba, febrero, 173.203.82.38 -Los cubanos solemos especular con frecuencia acerca del tiempo que resta para que al fin podamos vivir en democracia. Más allá del origen, pertenencia social o nivel de instrucción de cada quien, son pocos los que se resisten a la tentación de discurrir sobre lo que será una Cuba sin totalitarismo, y el consenso extendido es que, de cualquier manera, después de los Castro tendrá que ser una Cuba mejor que la del presente.
En realidad existen múltiples razones por las cuales pensar en el final del “sistema político cubano” –llamemos así al caótico reinado en el cual lo único sistemático ha sido la ruina del país y las estrategias de la casta gobernante para mantenerse en el poder. Entre dichas razones las más recurrentes son la avanzada edad y la deteriorada salud de los líderes históricos, la crisis permanente y general del sistema, la corrupción reinante en todas las escalas y esferas de la vida, la fatiga social, el desgaste ideológico, la decepción, la falta de confianza en el gobierno, y –de manera acentuada– la emigración permanente. En tiempos más recientes han surgido factores externos que se han sumado a estas expectativas.
Con el desenfado que caracteriza a nuestra idiosincrasia, o quizás con ese apego a la tendencia de dejar que las cosas pasen, muchos han cifrado sus mayores esperanzas en el paso del tiempo y, quizás, en un azar que coloque alguna circunstancia favorable en el camino y así, en un día venturoso, despertar sorpresivamente para descubrir que todo ha terminado. Quienes así piensan olvidan que el tiempo pasa para todos por igual y que las coyunturas que puedan propiciar cambios verdaderos hay que provocarlas. El tiempo puede ser un aliado, pero también el peor enemigo.
En todo caso, la realidad está demostrando que en ausencia de libertades y de estructuras cívicas, el gobierno se está dando el lujo de desmontar sus propias instituciones y sustituirlas por otras más eficientes a sus propósitos, marcar las pautas de las reformas que le permitan sostenerse sobre el poder –hasta ahora indefinidamente– y seleccionar a voluntad en qué esferas de la vida introducirá cambios, así como la profundidad de éstos y los plazos de tiempo en que los implementará para su propio beneficio.
Las reformas que se han estado aplicando hasta ahora han sido limitadas e insuficientes. Sabemos que, al no estar acompañadas de las necesarias libertades políticas, no provocarán una verdadera transformación en la estructura económica y social del país ni tendrán un efecto democratizador. Al menos no en el cercano o mediano plazo. Las reformas raulistas son exactamente un paliativo a la medida de los requerimientos del gobierno, pero están lejos de ser la solución a los agudos males de la nación.
De todas las modificaciones legales aplicadas hasta ahora por el gobierno, la reforma migratoria ha sido, a juzgar por la respuesta social, la más significativa. La movilización entusiasta que ha provocado en miles de cubanos no solo es superior a la implementación del trabajo por cuenta propia o a la entrega de tierras en usufructo, sino que constituye el ejemplo más elocuente de la fractura en el espíritu nacional, poniendo de relieve que la fuga es hoy la aspiración suprema de grandes sectores de la población de la Isla, fundamentalmente de los jóvenes. Solamente las colas permanentes ante las oficinas que procesan los documentos requeridos para un viaje sin retorno son el equivalente a un plebiscito.
En medio de este panorama, el desafío mayor lo enfrentan los partidos de oposición, porque la apatía general también afecta a los objetivos de la disidencia, esto es, la aspiración de alcanzar cambios políticos al interior de Cuba con la suficiente celeridad como para ofrecer una opción viable frente al gobierno. Cómo capitalizar la esperanza y energía de algunos sectores sociales que desean transformar la realidad nacional, cómo movilizar a su favor las voluntades y cómo despertar en los decepcionados el espíritu de libertad aplastado por décadas de dictadura son tareas titánicas, pero imprescindibles, para los líderes opositores del presente.
El tiempo también constituye un elemento primordial para la oposición, de manera que se impone la transformación del pensamiento disidente, la superación de los males que han estado lastrando el desempeño de los diferentes grupos y propuestas, así como la creatividad frente a los desafíos de una realidad que ha comenzado a moverse hacia un futuro impreciso, no necesariamente en dirección a la democracia, y que permanece casi completamente en manos de la autocracia.
Cuba está cambiando y esto exige también un cambio de estrategia para los opositores. Quizás va siendo hora de revisar las agendas y replantear las prioridades, porque estamos ante el dilema de renovarnos para concitar el apoyo y las acciones de más amplios sectores sociales. Sería, además, recomendable que los líderes ofrecieran una lección de modestia y promovieran el crecimiento y visibilidad de un liderazgo joven con propuestas audaces y atractivas. No se trata de la renuncia o desaparición de la escena por parte de los líderes tradicionales, sino de que se abran finalmente al principio político de la capacidad de refundarse y asumir el liderazgo como una profesión de servicio social y no como un mecenazgo eterno. Todavía, a imagen y semejanza de los que detentan el poder, son pocos los que asumen que ser un líder político no ha de ser un fin, sino un vehículo para acceder al bien común. Potenciar ellos mismos el surgimiento de nuevos y mejores liderazgos es la mejor manera de demostrar capacidad de entrega, fortaleza y madurez política.
A la vez se impone tomar la delantera al gobierno para ampliar y consolidar las estructuras de una sociedad civil independiente capaz de accionar más efectivamente hacia los cambios democráticos, una tarea urgente que solo será posible a través de sólidas alianzas.
Ciertamente, en el panorama de la Isla de hoy existen motivos para la incertidumbre, pero nunca antes el escenario fue más propicio para el nacimiento de una Cuba mejor. Estamos asistiendo también a la aparición de grupos de actores necesarios para protagonizar los cambios hacia la democracia: la sociedad civil está renaciendo, cobrando fuerzas, organizándose y ganando espacios. Por primera vez en los últimos 50 años, algunos sectores significativos de la sociedad han logrado superar los recelos y han comenzado a establecer consensos que se fundan sobre pilares cívicos que unen y no sobre ideologías que separan. Espontáneamente, grupos de cubanos de las más disímiles procedencias sociales, de todas partes del mundo, de los más variados intereses y de generaciones diferentes, se están asociando bajo la conciencia colectiva de la necesidad de los cambios y en el convencimiento de que a todos nos corresponde hacerlo.
Si la disidencia, diversa y plural, asumiera la inclusión como elemento unificador entre sus componentes esenciales, quizás logre extender sobre los cubanos un nuevo espíritu de responsabilidad compartida y de destino común, ganar la confianza de amplios sectores sociales y ofrecer la alternativa posible. De ser así, la Cuba futura tal vez estaría libre de aldeanismos y de complejos históricos, se podría salvar lo mejor de nuestra herencia, y la nación estaría lista para asistir a un nuevo parto de sí misma, a la medida de estos tiempos.