LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -Conversar a la sombra de un roble con uno de los que aquí llamamos “hijos de papá”, no es algo frecuente.
Andan siempre motorizados, en autos nuevos, con aire acondicionado y ventanillas de cristales oscuros, generalmente visitando esos lugares caros de La Habana, desconocidos para el cubano de a pie, como la tienda Palco o los restaurantes del antiguo reparto aristocrático Siboney, donde vive Fidel Castro. También se les ve frecuentemente en la Marina Hemingway y el Club Habana, ayer Country Club.
Hijos de papá les llamamos los cubanos a estos hijos de generales, ministros, altos funcionarios de corporaciones y viejos jefes de misiones internacionalistas.
Para mi, que salgo poco, no sólo por la edad, sino también por mi pierna fracturada durante mi trabajo como periodista en la década del sesenta, es casi un verdadero milagro haber podido conversar ampliamente con un “hijo de papá”, alguién que vive en un mundo muy diferente y alejado del mio. Fue hace apenas unos días, y mientras más recuerdo sus palabras, más comprendo el intríngulis del proceso político que vive Cuba.
El joven, tal vez pensando que una anciana como yo lo comprendería bien, comenzó criticando la falta de educación formal que existe en el país, producto del sistema social imperante. Habló de cómo sus padres y abuelos se quejaban siempre de eso, y comparaban el desastre de hoy con la sociedad de antes, donde hasta la gente más pobre tenía educación y mejores modales, y donde no había tantos ladrones.
Luego se refirió a Raúl Castro. Dijo, mirándome a los ojos, que el General nada había logrado en tres años, con su nuevo modelo económico saturado de lineamientos, porque había destruido los negocios con firmas extranjeras, después de acusarlas de corrupción, cuando la corrupción mayor viene del propio gobierno.
Me limité a escuchar, porque me resultaron muy interesantes aquellos argumentos, dichos por un hijo de papá, y hasta con nombre de mártir: Abel.
Por último, cuando toqué el tema del gravamen que impone la Aduana a los cubano-americanos que vienen de Estados Unidos, me dijo: “Este es un país muy necesitado y siempre lo será, mientras gobierne Raúl. Aunque digan lo contrario, con Fidel había más libertad de acción, porque Fidel permitía que su gente viviera bien. Ahora la única gente que vive bien es la de Raúl”.
“¿Tú eres de la gente de Fidel?”, fue la única pregunta que le hice.
“Sí, por supuesto –me respondió-; aunque no dejo de reconocer las chocheras que dice ahora en sus Reflexiones. ¿No leyó esa donde habla del yoga, sin ton ni son, sin un preámbulo, ni nada? Siento pena por él. Fue un gran hombre y hoy está como el país, en ruinas”.
No sé por qué aquel joven (luego supe quién era, mediante un vecino), fue sincero conmigo. Tal vez porque me consideró una anciana inofensiva, acompañada de un perro sato, mientras él esperaba por alguien, en el parque abandonado de un barrio pobre.