BAYAMO, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -Rafael Hernández Nueva fondea su “Fragata” en el estuario del sucio canal donde termina la calle 12 de Agosto, en Manzanillo. La amarra a un palo que sobresale en el dique, y pisa tierra. Este hombre curtido por el sol y la guerra en Angola, no sabe cuándo volverá a bogar.
Las autoridades pesqueras, sanitarias y portuarias prohibieron a todos salir a pescar. Alegan que tanto en ostiones, almejas, moluscos o crustáceos como el camarón y la langosta, o peces como la sierra, la liseta, u otros comunes en el área de los deltas del Guacanayabo, pueden estar contaminados con el virus que afecta a la población en el territorio.
La presencia del cólera, durante los últimos meses, en la ciudad de Manzanillo y otros pueblos costeros del Golfo de Guacanayabo, como Campechuela, Niquero o Pilón, deprimió la actividad pesquera, una de las principales fuentes de la alimentación regional, luego de las tímidas medidas de reanimación económica. Pero el brote, que alarma a los habitantes del territorio y tiene en jaque a las autoridades médicas, también deja sin empleo a cientos de pescadores que sustentan a sus familias pescando en el golfo.
La situación laboral se agrava, pues hace diez años los ingenios azucareros fueron desmantelados, y la actividad portuaria está en cero. Además, en Manzanillo, una ciudad de 130 mil habitantes, a falta de otros empleos, y una vez que los barcos camaroneros fueron desmantelados por falta de mantenimiento o reposición, los hombres más fuertes volvieron a salir al mar. A pescar. Como en el siglo XIX, pero ahora sin velamen (la tela es un artículo de lujo).
Rafael, primero, salió solo a atrapar camarones a mano, caminando por el lodazal cercano a la orilla. Luego, con una balsa de poli espuma, pudo alejarse un poco más. Al final, junto con un amigo, compró un pequeño bote de remos de nueve pies, al que llamó “Fragata”, y con el que llegaba por el norte hasta más allá de la desembocadura del Rio Cauto. No solo podía ir más lejos, también conseguía estar más tiempo faenando. Lograba estar hasta siete días fuera en pequeños campamentos entre los mangles, en uno de los cayos. No era más rico, pero era menos pobre. Y muchas veces compartió la captura con alguien más desgraciado y miserable de su misma cuadra.
La vida es dura para sus sesenta y dos años. No se queja. Es un hombre de trabajo y sobre todo honesto. Así se autoconsidera. Y mira al horizonte desde el dique del canal. ¿Alguna ayuda financiera del gobierno, o de otro tipo, para los que no pueden salir a buscarse la vida en el mar? Ninguna, afirma, mientras frunce el seño y aprieta los dientes. ¿Y cómo vas a vivir? Yo soy un hombre de trabajo, y mientras éstas (se mira las manos) estén fuertes, yo encontraré qué hacer.