LA HABANA, Cuba, diciembre, 173.203.82.38 -Pese a los conflictos creados en la sociedad de nuestro Archipiélago por la monstruosa institución de la esclavitud, las largas luchas por la independencia sirvieron para acercar a los cubanos de distintos colores de piel. Como expresó con elocuencia José Martí, combatiendo por Cuba volaron juntas hacia el cielo las almas de los blancos y de los negros.
El cuadro de oficiales de nuestro glorioso Ejército Libertador fue un buen ejemplo de colaboración de todos los cubanos, por encima de su raza. Prueba de ello es que si, para honrarlos, fuéramos a escoger generales de un solo color de piel, las exclusiones y omisiones serían clamorosas. Lo mismo es válido para los simples soldados de filas, cuyos nombres no recoge la historia.
La intervención de los Estados Unidos, tras darle un fin más rápido a la guerra contra el dominio colonial español, permitió después que nuestra Isla alcanzase grandes avances en el restablecimiento y desarrollo de la agricultura, la industria azucarera, la educación, la salud pública, el transporte y otros campos. No obstante —y como era casi inevitable—, nuestros aliados y vecinos trajeron e implementaron la política que aplicaban en su propio país a las relaciones interétnicas.
Lo anterior, a su vez, contribuyó a exacerbar en cierta medida el racismo, que la epopeya de la lucha independentista había comenzado a difuminar. Pese a ello, una vez instaurada la república en 1902, comenzó un proceso que, aunque con excesiva lentitud, altibajos y contradicciones, podemos describir en lo fundamental como de paulatina atenuación de los fenómenos racistas.
Como señalamos ya, hubo altibajos. El nadir de ese contradictorio proceso fue —a no dudarlo— la matanza de los alzados del Partido Independiente de Color, que tuvo lugar en 1912, a apenas veintiséis años de la abolición de la esclavitud. Se trató de un fenómeno lamentable, aunque hay que decir que su origen fue muchísimo más político que racial.
Como bien han señalado diversos publicistas —tanto del oficialismo como de la oposición—, es necesario que esos deplorables sucesos —sobre los cuales parece haberse tendido un manto de silencio— sean estudiados con profundidad y rigor. (Lo mismo es válido para otros pasajes de nuestra historia, como la conspiración de Aponte y la intentona de un grupo de negros cubanos para liberar a los ocho estudiantes de Medicina.)
Uno de los aspectos de los sucesos de 1912 que debe ser esclarecido es el número de los que perdieron la vida, que hasta el momento no ha sido documentado de manera indubitada sobre la base de fuentes originales. Por supuesto que si hubiera habido una sola ejecución extrajudicial, ello habría representado un exceso, pero es un hecho cierto que la omisión arriba señalada ha dado pie a que se utilicen cifras —probablemente muy exageradas— tomadas de periódicos alarmistas de la época. Es necesario que no se repita con este triste episodio la historia de los fantasmagóricos “veinte mil muertos” de la lucha contra Batista.
También debe profundizarse en otros aspectos vinculados con aquella tragedia. Por ejemplo, el papel desempeñado por el entonces presidente, José Miguel Gómez, o la conveniencia o no de adoptar la llamada Ley Morúa, que prohibió la existencia de partidos basados en el color de la piel. Pensamos que el principio que informaba ese texto legal, en sí mismo, era y sigue siendo válido, y en tan gran medida, que fue recogido en la Constitución democrática de 1940.
El código antes mencionado debe el nombre a su proponente, Martín Morúa Delgado, hombre de tez negra; aquél representaba —en nuestra opinión— un paso en la dirección correcta. La gran deficiencia consistió en no haber abierto vías para que los integrantes del Partido Independiente de Color pudiesen reconstituirse en un nuevo movimiento político legal que no estuviese basado en la raza.
Pero por encima de detalles técnicos, lo más importante es reconocer que los líderes de la referida fuerza, al crear un partido fundado en criterios étnicos, transitaban una senda equivocada. Las manifestaciones de discriminación basadas en el color debían ser combatidas, pero no eran —¡ni con mucho!— la única injusticia existente.
A la luz de esa verdad, la táctica de crear un movimiento integrado por negros y mulatos, y centrado en las reivindicaciones que éstos pudieran tener en tanto que tales, sólo puede ser calificada como torpe y obtusa, y constituye una enseñanza que debe ser tomada en cuenta para que no sea repetida.
En el lento avance de Cuba por el proceso de integración racial, hubo muchos hechos objetivos que serían impensables en los mismos Estados Unidos antes de la lucha por los derechos civiles en los años sesenta. Ejemplo de ello son los numerosos congresistas de innegable ascendencia africana, uno de los cuales —el propio autor de la Ley Morúa— llegó a desempeñar la presidencia del Senado.
Otro ejemplo es que en 1940, sesenta y ocho años antes de la elección de Barack Obama, un mestizo, Fulgencio Batista, asumió la jefatura del Estado cubano por el voto de sus conciudadanos, tras una elección presidencial que, independientemente de las objeciones que algunos le han hecho, puede calificarse de esencialmente limpia.
Al propio tiempo, nuestra república hizo importantes reconocimientos públicos a compatriotas de indudable ascendencia africana. Al fijar una fecha para conmemorar a todos los muertos por nuestra independencia, no se escogió la de la caída en combate de —digamos— Ignacio Agramonte, sino la del mulato Antonio Maceo. Como paradigma de la cubana patriota, se exaltó con toda justicia a la madre de éste, Mariana Grajales.
La discriminación racial durante la República
En cuanto a la vida de los afrodescendientes de a pie, es cierto que ellos tenían que enfrentar prejuicios raciales que incluían la imposibilidad de acceder a determinados lugares exclusivos como hoteles, algunos centros nocturnos o sociedades (aunque también a los blancos —e incluso a los mulatos— les estaba vedado el ingreso en el Club Atenas). A los compatriotas de tez negra o parda se les dificultaba el acceso a las fuentes de trabajo —en especial los mejor remunerados.
No obstante, no se conocían casos de cubanos a quienes, por tener una piel oscura, se les vedase la entrada a un ómnibus, iglesia, hospital, universidad o escuela pública (aunque sí a algunas particulares). Las manifestaciones de discriminación que ellos sufrían eran más bien marginales, pero no por ello menos irritantes. Por ejemplo, existía en algunas ciudades —aunque no en La Habana ni Santiago— la repudiable costumbre de reservar a los ciudadanos atezados la periferia de determinados parques.
En el terreno del derecho, hay que decir que, a diferencia de lo que sucedía bajo las llamadas leyes de Jim Crow en Estados Unidos —por no hablar del bárbaro régimen del apartheid sudafricano—, la Constitución democrática de 1940 prohibía expresamente la discriminación racial. Por consiguiente, cualquier manifestación de esta última no estaba amparada en disposición legal alguna.
Es en esa situación que se llega al triunfo de la Revolución en 1959. En los meses iniciales del nuevo régimen se decretó “el fin de la discriminación racial”. Se adoptaron algunas medidas efectivas encaminadas a ese fin, pero lo que primó, tras el referido anuncio, fue la actitud de dar por definitivamente liquidado el problema y dejar de prestarle atención.
Racismo después de 1959
Decretar “ fin de la discriminación” sólo sirvió para enmascarar la realidad, e impidió el surgimiento de un vigoroso movimiento de derechos civiles similar al que conoció Estados Unidos en la década de los años sesenta.
Una anécdota que refleja la actitud de condescendencia adoptada por la nueva dirigencia con respecto al cubano de tez oscura fue la sucedida tras la invasión de Playa Girón. Con ocasión de presentar por televisión a algunos de los enemigos presos, el propio Fidel Castro, dirigiéndose a un invasor afro descendiente, le preguntó con aparente sorpresa y evidente sarcasmo: “¡Y tú qué haces aquí?” Se partía —pues— de una base de prepotencia: como el nuevo régimen “había hecho tanto por los negros cubanos”, era impensable que alguno de éstos, pensando con su propia cabeza, osara enfrentársele.
Al enmascararse la existencia real del problema (pues —repetimos— se consideraba que éste había sido resuelto definitivamente), se crearon las condiciones para el mantenimiento de la situación de marginación que pervivía en la práctica. No creemos que esto se deba a una política deliberada de la dirigencia castrista. Lo que sucede es que la probada inoperancia del sistema dirigista implantado, ha motivado la imposibilidad de mejorar de modo sustancial la situación de los cubanos en general, y la de los negros y mulatos en particular.
Como consecuencia de ello, estos últimos han seguido siendo los ocupantes mayoritarios —aunque no exclusivos— de las cuarterías y otras viviendas precarias, tienen acceso limitado a los puestos laborales más codiciados por el manejo de divisas, y continúan componiendo el grueso de la abundante población penal.
Al mismo tiempo, las características del régimen totalitario implantado en el país ha condicionado la pobre participación de los cubanos de tez oscura en posiciones de importancia política, empresarial o militar. Tras la trepa al poder de 1959, surgió una verdadera aristocracia compuesta por los actores de la lucha antibatistiana. Por razones coyunturales, esta elite fue predominantemente blanca. Como hasta hoy ella permanece aferrada al poder, esto ha cerrado en buena medida las vías para el ascenso social de los afrodescendientes.
Irónicamente, hubo un terreno en el cual el régimen mostró especial predilección por los negros y mulatos cubanos: el de las llamadas “guerras internacionalistas”. Se trató de una abierta injerencia en asuntos ajenos a Cuba, que, como se señala en el documento La Patria es de todos, “lo único que significó para nuestro pueblo fue separación familiar, luto, dolor y enfermedades exóticas, entre otras cosas”.
Como el principal escenario de esas aventuras fue el continente africano, la presencia mayoritaria de cubanos de tez oscura en esas “tropas internacionalistas” representaba un medio idóneo para enmascarar su carácter extranjero, pues sus características étnicas eran análogas a las de la población autóctona.
En la situación de hoy, resulta necesario luchar de manera pacífica contra la situación objetiva de marginación en que se encuentran los afrodescendientes cubanos. A la oposición pacífica le corresponde un papel determinante en ese sentido. La pregunta que se impone es: ¿Qué táctica debe emplearse con ese fin? En concreto: ¿Debe ser ésa una lucha de todos los cubanos contra esa injusticia —una más— que mantiene el actual régimen? ¿O debe pensarse en una acción exclusiva de los negros y mulatos?
Esa interrogante no es ociosa. Hace unas semanas leíamos, en la prensa independiente, una información sobre un destacado afrodescendiente que tenía en su casa los retratos de varios luchadores independentistas, todos ellos de tez oscura. Y lo que es más: ese hermano de luchas expresó de manera pública que esta última circunstancia no era fortuita, sino que los había escogido precisamente por el color de su piel.
Ante esa situación, sólo desearíamos formular una pregunta: Si un coterráneo de ascendencia europea montara en su domicilio una galería de patriotas y se las arreglara para incluir sólo personas de tez blanca, y si —además— explicitara que esta característica es fruto no de la casualidad, sino de una decisión deliberada, ¿cómo correspondería calificar sus actos!
La justa causa de la plena integración racial de nuestra sociedad merece los esfuerzos de todos los cubanos de buena voluntad, sin excepción. Creemos que sería un trágico error tratar de reeditar, a estas alturas, la creación de un nuevo Club Atenas o —peor aún— la de un redivivo Partido Independiente de Color.
Como dijera nuestro Apóstol, cubano es más que blanco, más que negro, más que mulato.