LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -En estos días, cuando asistimos a una Venezuela en la que aflora la violencia con tantos matices, un libro —terminado de escribir hace tres años y publicado por la madrileña Viento Sur Editorial en 2011— resulta doblemente interesante. Primero, porque posiblemente desde Alejo Carpentier en La consagración de la primavera ningún narrador cubano hablaba de la ciudad de Caracas con tal conocimiento de causa.
Segundo, porque no se trata de una novela cubano-venezolano ni encontraremos ninguno de los tópicos esperables. Lo narrado en El último día del estornino no es una historia lineal, transcurre en diferentes países, y el autor, Gerardo Fernández Fe, no pretende hacer ninguno de los gestos narrativos previsibles.
Nacido en La Habana en 1971, este escritor ganó en 1995 el Premio David de Poesía con Las palabras pedestres; publicó en Ediciones UNIÓN su primera novela, La falacia, en 1997, y en 2007 apareció en Buenos Aires Cuerpo a diario, un conjunto de consideraciones sobre diarios de escritores. Ha publicado además ensayos y traducciones del francés desde los años 90.
No es esta una novela cubana sobre la realidad actual. No es una recopilación de memorias de viajes. No es la historia del hijo de una terrorista venezolana ni una reflexión sobre los hijos de los revolucionarios. No es una meditación sobre momentos importantes en la historia de la civilización occidental en los últimos sesenta años ni un manifiesto contra la violencia de cualquier signo ni contra los compromisos ideológicos fundamentalistas. No es un mosaico de relaciones eróticas y sociales. No es un alarde del arte del relato ni acaso la más inesperada ficción que haya perpetrado un novelista cubano en muchos años. Es la explosiva mezcla de todas esas opciones.
Con suma injusticia por afán de resumen pudiera decirse que El último día del estornino (notas para una novela) cuenta el último día del personaje Luis Mota, que imagina a dos amantes furtivos: una bella mujer casada y un aprendiz de escritor, Octavio Forlán. El epígrafe de Dostoievski que abre el libro es revelador: “¿Sabes, inocente muchacho, que todo esto es un delirio, un delirio absurdo, porque aquí hay una tragedia?” Encontramos a Mota en la Biblioteca Pública Central. Hace poco vio caer y morir a sus pies un estornino y busca libros sobre pájaros, que son el foco de su interés (“Caracas no es una ciudad para pájaros”, confiesa). Se da cuenta de que un hombre lo vigila. Por equivocación le traen un libro de Deleuze y Guattari, Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia, que pesa demasiado porque ha sido ahuecado para guardar dentro una pistola.
Emperatriz Agüero, su madre, fue una bella mujer seducida por el triunfo a toda costa de la idílica “revolución latinoamericana”. Ejerció el terrorismo menos de lo que hubiera deseado y nunca pudo destacarse lo suficiente para hacerse notar por la cúpula comunista de los años sesenta y setenta en Venezuela, ni siquiera como mujer sexy. Para colmo, tuvo que ver cómo muchos de los antiguos violentos se convertían en izquierdistas de cuello y corbata o en cosas para ella peores. Pero Mota (que recibió una bofetada cuando descubrió una pistola que ella escondía desde sus juveniles arrebatos sediciosos) nunca se comprometió con ninguna causa política, aunque no vive ajeno a lo que ocurre a su alrededor.
Mariana, un personaje imaginado por el personaje Forlán que imagina el personaje Mota, es una joven cubana que vaga por ciudades de Europa sin querer regresar a Cuba pese a sus dificultades. Su padre era de los que se reunía en los años 60 en el parque de la funeraria de Calzada y K, y estuvo preso cuando algunos de ellos hicieron un intento de marcha en agosto de 1968, en dirección a la embajada checa en La Habana, en silenciosa protesta por la invasión de los ejércitos del Pacto de Varsovia a Checoslovaquia. “Armando López, Nicolás Lara, Esteban Luis, Arenas, Salas, Ariza y Victoria, el sastre Cachimba, Mariela, Pablo Pozo el taxista, Magallanes, que había sido marinero, que caminaba aún como tirado por el bamboleo de la marea”, enumera el autor a algunos de los participantes en esas tertulias. El padre de Mariana, que combatió en África, le dijo una vez a su hija: “No somos nosotros precisamente quienes tenemos que irnos de este país”.
Othello, con quien se encuentra brevemente Mariana, nos deja unas palabras que sirven en la comprensión de muchos de los personajes: “Generalmente, los hijos de los revolucionarios no devienen ellos revolucionarios, y los verdaderos revolucionarios, quienes han llegado a cambiar la realidad al menos por un tiempo, no llegan al mundo en cunas de idéntica condición: revoltosas, cuestionadoras, deseosas de transformación”. La foto de portada ilustra otra ficción del personaje Octavio Forlán que se desarrolla durante la tragedia de Sarajevo: una mujer tendida en el suelo luego de ser fulminada por el disparo del francotirador imaginado por el aprendiz de escritor.
En el prólogo, Rafael Rojas califica a Fernández Fe de “raro vivo, instalado en la dimensión más cosmopolita y de vanguardia de las poéticas literarias contemporáneas que, como otros escritores de la misma estirpe, proyecta una sombra discreta, apenas delineada por la voluntad de estilo”, y considera su novela “un relato que viene de vuelta de la metaficción, que toca la ribera de lo real y de lo histórico, luego de una temporada en el archivo. Hay aquí un regreso a lo real y a lo histórico que, como todo regreso, arrastra consigo algunas evidencias de otro mundo”.
Mucho puede revelarnos el extraordinario ejercicio de buena literatura que se extiende por todos los planos posibles de esta novela y múltiples serán las referencias culturales que en ella encontraremos, pero quiero detenerme en una a la que se alude sesgadamente en la historia. El libro que le traen por equivocación al protagonista y que guarda una pistola en su interior, tuvo una enorme importancia cuando fue publicado en 1980 por Gilles Deleuze y Félix Guattari. En él se hace referencia al método del cut-up usado por William Burroughs (“Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes”, dicen los autores) y se habla del plegado de un texto sobre otro, “constitutivo de raíces múltiples y hasta adventicias”, que “implica una dimensión suplementaria a la de los textos considerados”. Y concluyen que siempre que una multiplicidad esté incluida en una estructura, “su crecimiento queda compensado por una reducción de las leyes de la combinación. Este tipo de sistema podría denominarse rizoma”.
Esto es El último día del estornino (notas para una novela), entre otras cosas, un magnífico intento de novela-rizoma.