LA HABANA, Cuba, diciembre, www.cubanet.org.- De la noche a la mañana, el tatuaje ha pasado de ser una práctica marginal a expresión generalizada y frecuentada. Incluso, son muchos los que hoy lo consideran una forma válida de expresión artística.
Como se conoce, el tatuaje es una marca permanente, de manera que tomar la decisión de dibujarse una imagen de Santa Bárbara, por ejemplo, o un dragón chino, en un lugar visible, es algo que requiere cierta dosis de atrevimiento, o de frivolidad.
Tal vez una de las causas de su actual auge en Cuba es la mayor visibilidad que tienen ahora las modas internacionales, debido a la “globalización de los medios” y al incremento del turismo. Esto trasladó también a nuestras costas la tradición del piercing y la de los cortes de cabello “dibujados” y “escultóricos”. Así como el uso de collares, pulsos, cadenas, gorros que permiten comunicar a los demás que se es amante del rock, santero, babalawo, rastafari, masón, cristiano.
El repertorio de los tatuajes que se ven aquí es bastante variado: están los de carácter decorativo, que incluyen los famosos “tribales” del tipo Samoa, celta o maya. Están los de simples estrellas, mariposas, flores, escorpiones… Algunos se inclinan por lo grotesco, lo misterioso, lo violento: calaveras humeantes o atravesadas por dagas sangrientas, ángeles con cuernos demoníacos, vampiros o imágenes provenientes de la cultura heavy metal, punk. Éstos siguen la estética y los patrones iconográficos de alguna de las tribus urbanas que deambulan por ciertos parques de El Vedado.
Hasta es posible encontrar tatuajes nacionales, que reproducen obras de reconocidos artistas plásticos como Roberto Fabelo, Manuel Mendive, Chago Armada y, entre otros, Carlos Enríquez.
En el otro extremo están los “tradicionales”, provenientes de los ambientes carcelarios. Han sido realizados con tecnología muy básica y pobre, es decir, con las llamadas “muletas” o conjunto de agujas atadas unas a otras. Éstas son capaces de infiltrar bajo la piel la tinta de un bolígrafo o la obtenida del hollín de un cepillo de dientes quemado. Así fueron hechos muchos de los tatuajes del famoso “Salaíto”, uno de los pioneros de esta práctica en La Habana de los años 60 y 70; seguido luego por su mejor discípulo, el artista Julián González Pérez.
En esta vertiente, junto a la figura de Cristo, abundan imágenes de la Caridad del Cobre, Santa Bárbara, San Lázaro… También de los poderosos indios guardianes, generalmente sioux, con brazos cruzados y enormes penachos. En el tatuaje carcelario abundan los mensajes escritos, los nombres de las madres, de las esposas, de los hijos, además de amenazas y provocaciones dirigidas a otros reclusos.
Los miembros de la Sociedad Secreta Abakuá, una vez convertidos en obonekues (iniciados), suelen tatuarse la figura de un íreme, ese que muchos siguen llamando “diablito”, como en la época colonial. Resalta en especial el íreme Eribangandó, junto al cual se inscribe el nombre del “juego” o la “potencia” del tatuado. En el caso de la Regla de Ifá, es habitual encontrarse entre los babalawos la representación gráfica de su signo personal u odu, o el nombre de dicho signo escrito en lengua yoruba. Los tatuajes de los practicantes de la Regla de Palo Monte, recurren generalmente a las conocidas “firmas” o signos emblemáticos de sus deidades o mpungos.
La sociedad cubana, donde finalmente han colapsado viejas convenciones y prejuicios, se convierte ahora en un terreno fértil para el tatuaje. Éste no es ya patrimonio de un grupo social específico, sino otra de las muchas formas en que los ciudadanos (particularmente jóvenes) logran expresar aspectos de nuestra identidad personal, social, religiosa, cultural, estética y política.