LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -En la Antigua Roma, el derecho sancionaba el llamado crimen stellionatus, voz que provenía del nombre latino de un reptil de colores cambiantes: la salamandra. De este modo se quería aludir al que empleaba argucias y artificios para defraudar a otro. Es lo que en castellano conocemos con un vocablo más breve y contundente: estafa.
En Cuba, el artículo 334 del vigente Código Penal reprime a aquel que, “con el propósito de obtener para sí o para otro un beneficio patrimonial ilegítimo y empleando cualquier ardid o engaño que induzca a error a la víctima, determine a ésta a realizar o abstenerse de realizar un acto en detrimento de sus bienes o de los de un tercero”.
Resulta conveniente aclarar que, en la práctica, lo anterior es válido si el autor de los hechos es un simple particular. Cuando quien perpetra esos actos es un funcionario o empleado oficial, esta condición suele resultar suficiente para exonerarlo de cualquier responsabilidad. De hecho, el Estado actúa como si fuese un minusválido mental. Vale decir, que se ajusta al dicho popular: “Liborio (el pueblo) es mongólico”.
Amparados en esa impunidad, las instituciones y organismos estatales de la Isla defraudan de modo sistemático a sus súbditos en la calidad de las cosas que les venden. Si antes de la Revolución unos pocos “daban gato por liebre” (o carne de caballo por res, que para el caso es lo mismo), ahora los escamoteos de ese tipo constituyen una regla generalizada.
A lo largo de este último medio siglo, el duro pellejo del cubano de a pie ha sufrido los innumerables engaños del “Estado socialista”. ¿Qué —sino vulgares escamoteos— son inventos tales como el “picadillo enriquecido”, el “café” con más chícharos que granos aromáticos, el “chocolate de algarrobo” o el “jamón” que contiene apenas un 30 por ciento de carne!…
Las corruptelas de “Papá Estado” son imitadas por los particulares, que ven como algo normal vender —o comprar— “papas rellenas” cuyo principal ingrediente es la yuca, o dulce de guayaba en el que se puede encontrar remolacha u otro vegetal, pero no la olorosa fruta que en tiempos pasados crecía silvestre en nuestros campos y a orillas de los ríos.
Estas consideraciones vienen al caso porque acabo de leer, en la edición del periodiquito Granma del pasado jueves 14, un reportaje bajo el título “La cúrcuma hecha bijol”. No sé si será por mi condición de abogado penalista, pero esta frase, más que el encabezamiento de un trabajo informativo, me parece la confesión de un delincuente.
En su reseña, el colega Ortelio González Martínez describe los esfuerzos realizados por un joven campesino avileño para fomentar una plantación del referido vegetal de nombre esdrújulo, con cuyas semillas, en cantidad de diecisiete toneladas, una pequeña industria estatal confeccionó 100 mil unidades del supuesto “bijol”.
“Quien no se arriesga (a estafar, podríamos comentar), no triunfa”, proclama en son de victoria el administrador del centro elaborador. Lo mismo reitera el periodista del órgano oficial del partido único. La frase no es la mera repetición de un refrán, pues recuerda los alardes de un malhechor que se ufanara de sus trastadas.
Mientras tanto, al decir del agricultor, el bijol sin bija —es decir, de fantasía— “ha tenido gran aceptación entre los consumidores”. Los aplausos no han quedado limitados al informador del diario castrista, quien nos comunica: “El campesino que sembró la cúrcuma, al igual que la minindustria de Quesada, fueron merecedores de la Triple Corona, máximo reconocimiento que otorga el Movimiento Nacional de la Agricultura Urbana y Suburbana”.
Este galardón no debe provocar nuestra admiración en Cuba, donde la creadora de la repulsiva amalgama llamada “picadillo de soya”, también ha sido premiada por su inventiva. En el caso que nos ocupa —el del “bijol de cúrcuma”— no sólo se engaña a los ciudadanos, sino que los estafadores se enorgullecen de su trapisonda y reciben condecoraciones oficiales por ella.