LA HABANA, Cuba, noviembre, 173.203.82.38 -En días recientes recordé un chiste de mis ya lejanos años de estudiante en la antigua Unión Soviética: En un conjunto de danza femenino, junto a gran número de apetitosas coristas jóvenes de hermosas piernas —gran virtud de la mujer rusa— estaba una vieja encorvada y marchita. A la pregunta inevitable (“¿Por qué está ahí esa ancianita!”), el narrador respondía con voz solemne: “Ella conoció a Lenin…”.
La anécdota refleja una característica de los regímenes estalinistas. La evidente inadecuación que, por razones de edad y presencia física, tiene la abuela para la actividad danzaria, es justificada por el mero hecho de haber tratado al fundador de la dictadura, el mismo a quien los jóvenes cubanos, con gran irreverencia, han bautizado como “el viejito que inventó el hambre”.
Recordé este cuentecillo la semana pasada, al contemplar la fugaz y grotesca presentación, en el escenario del Teatro García Lorca —dizque dando unos pasos de baile—, de la nonagenaria Alicia Alonso.
Deseo —ante todo— dejar bien sentada una cosa: esa señora es sin dudas, como diría Paco Rabal, “una gloria nacional”. El nivel artístico de excelencia que alcanzó gracias a sus excepcionales dotes y al trabajo abnegado que desplegó, constituyen un motivo de verdadero orgullo para cualquier cubano. No todo país (en especial, uno tan pequeño como el nuestro) puede ufanarse de contar con una figura de talla mundial en ese difícil arte.
Y en esto —creo— no debe tener nada que ver la conocida militancia comunista del personaje, que, en el caso de Alicia, a diferencia de otros “intelectuales orgánicos del castrismo”, no es posterior a 1959, pues sus simpatías bolcheviques datan de la etapa pre-revolucionaria.
Dejemos a un lado su postura política, de la que muchos discrepamos. Es el caso que los inmensos méritos indiscutibles que alcanzó la Alonso como danzarina durante sus años de esplendor, ella misma parece empeñada en opacarlos con su actuación al frente de la burocracia que encabeza el ballet cubano.
Al igual que ha sucedido en otro orden de cosas con Fidel Castro y otros jerarcas políticos de los países comunistas (que se adhieren con fruición de lapas a la cosa pública; “al jamón”, como reza la certera frase popular), así también doña Alicia se siente insustituible al frente de los destinos de la danza clásica en nuestro país.
Hasta donde sé, se concedió a sí misma el título de prima ballerina assoluta. Acepto que en su momento se hizo merecedora de él con su admirable obra como ejecutante. Menos claro es que haya resultado pertinente el otorgamiento justo en los años en que ella regía el sector. Pero como lego en la materia me pregunto: ¿Es correcto considerar ese nombramiento como vitalicio! ¡Con independencia de la obvia extinción de las dotes que decenios atrás la hicieron digna de él?
En su desempeño como directora, los conocedores del mundillo del ballet aluden a sus caprichos, a la manera arbitraria en que protege a unos y persigue a otros por cuestiones de simpatías o antipatías personales. También señalan el nepotismo cuya máxima representación es posiblemente su actual esposo, a quien ha convertido en figura señera del ballet cubano como director de la revista de la especialidad y del correspondiente museo nacional, amén de… ¡crítico de danza!.
Entre los perseguidos se cuenta otro gigante de nuestra danza clásica: Fernando Alonso, quien fue su marido durante años. A raíz de separarse de la Ballerina en Jefa, el eminentísimo coreógrafo se vio obligado a acudir al exilio interno, y hasta Camagüey no paró.
En el ínterin, doña Alicia parecía empeñada en establecer nuevos records Guinness. Recuerdo haber leído en un periódico español decenios atrás, en la época en que todavía actuaba, estas terribles palabras: “La señora Alonso sale cada noche al escenario a hacer el ridículo…”.
El espectáculo observado durante el presente Festival de Ballet es una versión corregida y aumentada de lo anterior. Es verdad que el acto fue preparado mediante la presentación de otros bailarines ya retirados, pero que todavía pueden evocar en escena sus glorias pasadas. Pero la entrada de Alicia y la realización de unos pocos gestos cuando apenas puede ya deambular, cae en el terreno de lo grotesco.
Es digna de mencionarse la actuación de los espectadores, que aplaudieron de forma delirante. Y también de la crítica oficialista especializada (alguna denominación hay que darle). Estos señores, que se supone que contribuyan a fomentar el buen gusto del público, sólo atinan a entonar loas cuando hablan o escriben sobre las vacas sagradas del arte.
Otra faceta de lo mismo es la supuesta actuación de la Alonso como coreógrafa. Una vez más tengo que preguntarme como diletante: ¿Pero es posible que monte obras y corrija deficiencias de los bailarines una persona como ella, que por desgracia ha perdido el sentido de la vista!
Lamento tener que decirlo, pero barrunto que cuando doña Alicia cese de desempeñar la dirección del Ballet de Cuba, más de uno exhalará un suspiro de alivio.