LA HABANA, Cuba, agosto (173.203.82.38) – Hace casi medio siglo, el Premio de Teatro del concurso literario Casa de las Américas, correspondió a la pieza Un pequeño día de ira, del mexicano Emilio Carballido. Corría 1962, y le había llegado la hora al “arte de combate”, inspirado en el realismo socialista, de pura raigambre estalinista.
En ese ambiente cayó como anillo al dedo la obra mencionada, donde, aunque no falta el oficio dramatúrgico, priman la exaltación y el extremismo propios de la literatura social y comprometida de los nuevos conversos, una digestiva papilla intelectual particularmente apta para el consumo de los camaradas proletarios.
El argumento de la pieza es sencillo: En un pueblito tropical de las tierras bajas de México, se enfrentan los buenos y los malos, que coinciden exactamente con pobres y ricos, sin el menor matiz. Opulentos que sólo viven para la maldad y la explotación, y miserables incapaces de hacer daño. El amor sólo tiene cabida entre personajes humildes; los adinerados conocen únicamente de hábitos, intereses y convenciones sociales.
El centro de la trama lo constituye la incursión de varios niños pobres, con el fin de tomar unos mangos, en tierras de la máxima exponente de la perversidad: doña Cristina Cifuentes de Vargas, alias La Bruja, que, de un certero disparo, mata a Ángel, uno de los transgresores, y recibe después el amparo de las autoridades.
En protesta contra la injusticia, las masas acuden al atropello y la destrucción. Un narrador parcial relata las acciones de la turba contra distintas familias adineradas: “Les pegamos a todos”; al abogado “lo emplumamos”, y a su mujer e hijas, “las manoseamos y les rompimos la ropa”. Curioso antecedente de los actuales “actos de repudio”.
Tras medio siglo de castrismo, impactan como una alucinante premonición las palabras del narrador sobre la actitud de las masas ante el poder: “Es un pueblo tranquilo. Cada quien piensa en sí mismo, cada quien ve de frente y a los lados, pero no más allá”. “Pequeñas, pequeñísimas miras individuales. Cada quien por sí, para sí. La comida, la siesta, el amor. El cine”. Sólo habría que cambiar el séptimo arte por la televisión.
Estas remembranzas de la vieja obra vienen al caso ahora, tras la noticia de la prensa independiente cubana (la oficialista ha guardado silencio, como siempre) sobre el asesinato de un niño -cuyo nombre, por coincidencia, también era Ángel-, baleado por un ex represor castrista mientras tomaba frutas de un árbol de su posesión.
Aquí cabría parafrasear la frase hecha: Cualquier semejanza no es pura coincidencia. A comienzos de los años sesenta, las ideas iban dirigidas contra los burgueses que defendían su propiedad; entre socialistas y revolucionarios imperaba la filosofía del despojo. Ahora son los privilegiados del nuevo régimen (aunque sean de poca monta como el ex corchete Amado Interián, el asesino) quienes protegen sus bienes de “la chusma” al precio que sea necesario.
No importa que no se trate de un dueño propiamente dicho: el matador tenía sobre el árbol frutal apenas el usufructo, un derecho ideado por los castristas que puede ser revocado por decisión burocrática, pero igual estaba dispuesto a preservarlo con uñas y dientes.
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