LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Ayer vi a Saguita, sentado en la acera, coronado por las copas de los flamboyanes de la avenida de Santa Catalina, en el habanero barrio de Santos Suárez. A sus pies, una estatuilla de yeso de San Lázaro dentro de un tiesto de barro, con el fondo cubierto de monedas, y algún que otro billete de a un peso.
El hambre y el sufrimiento lo llevaron a la autoagresión extrema, cuando cumplía una condena.
En nuestro encuentro anterior, aún conservaba sus dos piernas. Lo habían sancionado a veinte años de prisión por robarse una toalla. Las numerosas cicatrices en su rostro, antebrazos, abdomen y cuello lo hacían parecer un gran guerrero, pero eran el fruto de su propia guerra, librada contra un enemigo mortal: él mismo.
Cortaba sus propias venas con el filo de una cuchilla de afeitar, o la tapa de una lata de conserva. Según él, en un principio sólo se cortaba en las muñecas, pero con el tiempo casi se degüella en uno de sus auto-ataques, para exigir un poco más de comida. Donde único podía llenarse un poco la barriga era en la enfermería de la prisión.
Después de un tiempo, las autoridades prohibieron que los médicos lo dejaran ingresado en la enfermería. Suturadas las heridas, era devuelto al confinamiento, en su celda.
Entonces Saguita inventó una forma particular de haraquiri. Aguzó la punta de su cepillo de dientes lo más que pudo, y lo clavó en su vientre. Lo hizo durante tanto tiempo y tan seguido, que en su abdomen se veía un hoyo permanentemente, casi sin cicatrizar.
“Desenvaina el cepillo, Saguita”, le gritaban los reclusos cuando él comenzaba la autoagresión.
Como seguían negándole ingreso en la enfermería, el próximo objetivo fueron los tendones de sus pies. Gracias a esta atroz autoflagelación, logró al fin un par de meses ingresado. Pero las heridas le dejaron como secuela un extraño andar. Fue así, medio cojo, la última vez que lo vi.
“Después de eso me volvieron a prohibir quedarme en la enfermería. Entonces, primero, me inyecté petróleo, y después, mierda. La pierna se infestó, y me la cortaron”, me cuenta ahora Saguita, mirándose el muñón de su pierna izquierda, cercenada a la altura de la rodilla.
Según los sicólogos, la autolesión o automutilación: “consiste en hacerse un daño físico cómo método de alivio al sufrimiento psicológico. A veces el dolor psicológico se hace tan difícil de manejar, que se opta por dañar al cuerpo en un intento de controlar la situación”.
Dice Saguita que él lo que más tenía era hambre. “Puedo vivir sin nada, pero no sin comer, aunque sea sancocho”.
Antes de irme, deposito veinte pesos en el tiesto de barro, y me pregunto si a estas alturas Saguita tendrá fe suficiente para creer que los perros de San Lázaro pueden aliviarle el alma mutilada, lamiendo las cicatrices de su cuerpo.