LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Hablar seriamente sobre la posibilidad de que las fuerzas armadas actúen como pivote para la apertura política en Cuba, es, en el mejor de los casos, una extravagancia. Las pruebas para la inviabilidad de esa propuesta ni siquiera hay que buscarlas en la Historia, donde abundan. Basta con la mera constatación de que aquí la jerarquía militar obedece a una casta todopoderosa y privilegiada, a la cual nada podría interesarle menos que un cambio en su estatus.
Y si extravagante resulta la idea, pasa de eso a sospechosa cuando, a la hora de argumentarla, se menciona como ventaja el desmesurado y descontrolado poder que las fuerzas armadas ejercen hoy sobre la economía del país.
Por supuesto que al hablar de fuerzas armadas, en este caso (como en cualquier otro tal vez) nos estamos refiriendo a los generales, coroneles, tenientes-coroneles… que deciden, sin representarlos, sino a la fuerza, por absoluta imposición jerárquica, el destino de cientos de miles de inocentes reclutas que en mayoría no comparten sus criterios y mucho menos sus prebendas.
No es dudable que como gran conglomerado militar-económico-político, esta casta será efectivamente pieza clave en el futuro de Cuba. Pero ello, lejos de beneficiar nuestro futuro, posiblemente lo hipoteque, condenándonos por muy largo tiempo a sufrir la peor herencia que podría dejarnos el fidelismo totalitarista.
Casta militar y democracia son aceite y vinagre, no hay magia que las haga ligar. Y aun cuando se conocen ejemplos en los que la primera ha servido de garante a la segunda, siempre fueron resultado de circunstancias en que las cosas suceden al revés de cómo podrían suceder en Cuba, o sea, partiendo del sistema democrático como fundamento, dentro del cual se han formado los militares, atenidos a ciertas reglas de juego que, por honor, no les corresponde violentar.
La casta militar cubana es un organismo contrario por naturaleza a la cultura democrática. No la conoció nunca, no se sintió jamás en el deber de respetarla. De ello resulta fácil inferir su rechazo y su negación rotunda ante los dos pilares de la modernidad: libertad política y economía libre y próspera. La convicción de nuestros generales y coroneles en cuanto a que es el Estado el que debe monopolizar la vida económica del país, como garantía para lo que ellos entienden como justicia social, representa una rémora que probablemente gravitará muy largo y tendido sobre nuestras aspiraciones de progreso y auténtica justicia.
En vez de experimentar fagocitosis ante los efectos de la democracia y del poder civil, lo verdaderamente previsible y temible es que en un futuro –al menos medio- esta casta militar no hará sino contaminarlos, corromperlos y usurparlos.
Claque encuevada en sí misma donde las haya, y por lo tanto ajena al drama y a los anhelos de la gente de a pie, nuestras fuerzas armadas con el paradójico apellido de revolucionarias, al contrario de facilitar posibles vías para la transición democrática, parecen estar destinadas –con su descomunal poder y su jurisdicción fuera de ley- a imponernos el modelo de gobierno en un futuro próximo.
Por lo demás, quienes presentan a esta casta militar como propiciadora de una apertura política en la Isla, basándose en el gran poder económico que hoy ostenta y en la forma presuntamente eficiente y pragmática en que lo administra, no debieran pasar por alto dos detalles, por los menos dos, de momento:
En primera, ese poder económico no es resultado de inversiones financieras particulares, o del talento, trabajo o sacrificios de la casta en cuestión. Simplemente es una dote del régimen, el cual, a su vez, lo obtuvo por medio de expropiaciones y de subvenciones. De modo que la casta no es sino parásita del inútil sistema que, extravagantemente, se nos dice que estará dispuesta a transformar.
En segunda, mientras no haya estadísticas confiables (o sea, no estatales) que demuestren lo contrario, no resultan convincentes las pruebas que nos han aportado hasta hoy aquellos que se empeñan en dar fe de la eficiencia con que los generales y coroneles cubanos han dirigido en las últimas décadas muchas de las principales organizaciones empresariales recaudadoras de divisas. Y es cuando menos hipotética la fama de austeros y de pragmáticos que se les acredita.
En realidad, aquello a lo cual suele llamársele el pragmatismo de los militares cubanos, no es sino un comportamiento robótico, dependiente en absoluto de la entidad superior, vacío de iniciativas propias, que poco o nada tiene que ver con los más sobresalientes postulados del pragmatismo, según los cuales la principal función del pensamiento es guiar la acción, en tanto la comprobación de la verdad debe hacerse mediante los efectos prácticos y directos de las ideas.
Con mucha más repugnancia que aprobación, recordamos que algunas de las siniestras tiranías militares que en años atrás campeaban en Latinoamérica, lograron ser por lo menos eficientes como propiciadoras de un cierto avance económico. Espero, con el favor de Dios, que no sea éste el patrón que ahora inspira a quienes están defendiendo la conveniencia de confiar en nuestras fuerzas armadas como pivote para la apertura política. Pero en todo caso, no debieran perder de vista que para generar riquezas, aquellas otras tiranías no necesitaron militarizar la empresa, ni suprimir la libre participación del individuo civil en sus proyectos, algo en lo que sí incurre la corrupta y burocrática casta militar de Cuba.
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