PUERTO PADRE, Cuba, abril, 173.203.82.38 -A la salida del centro de telecomunicaciones de Puerto Padre, Las Tunas, me detuvieron a las 9 de la mañana del jueves 22 de marzo. Un mayor de la policía política ordenó a dos patrulleros que me condujeran ante el jefe de la contrainteligencia de la región norte de esta provincia.
Pero antes de que me arrebataran el móvil, al menos pude decirle una palabra a mi mujer: “¡Preso!”.
Con todo fue suficiente. Antes de que pudiera conseguir informaciones de cómo estaban las cosas en Cuba en vísperas de la llegada del Papa, con la publicación fuera de la isla de mi arresto y de mi huelga de hambre, el propio régimen se encargó de confirmar al mundo que este es un país cerrado.
Esa verdad tangible calmaba el hambre, hacía ver la celda de otro modo y hasta me hizo sonreír cuando recordé la escena de mi aprehensión. Cuando los patrulleros me condujeron ante el jefe de la policía política territorial, uno me entregó mi móvil diciéndome “Hizo una llamada” y el otro preguntó “¿Qué hacemos con él?”.
“¡Al calabozo!”, exclamó su jefe, acompañándome personalmente hasta la antesala de la celda donde apareció el instructor.
En honor a la verdad, fue una detención con todas las de la ley si…en este país las leyes fueran garantía de los derechos del hombre y no sostén de un régimen totalitario levantado por individuos muy jóvenes que hoy, ya ancianos, todavía se aferran al poder.
¿Imaginan una detención con todas las formalidades, declaración de acusado y ajustada a “derechos”? Hasta pensé solicitar un procedimiento de hábeas corpus al tribunal provincial para lograr mi libertad. No es broma, tuve que pellizcarme y decirme: “¡Despierta, estás en Cuba!”
Ahora estoy aquí en esta celda, padezco de hipertensión arterial. Ellos lo saben. Cuando la doctora insiste en su examen, cortés pero firme digo “NO”. Subí a la pesa el primer día solo para saber cuántos perderé de mis ochenta kilogramos.
El edificio del Ministerio del Interior resulta obscenamente grande. Para comprender su desmesura basta esta analogía: la estación de policía existente aquí hasta 1959, del tamaño de una casa de familia, cabe más de 10 veces dentro de sus predios.
A un calabozo de este sitio es a donde el instructor llega para preguntar si continuaré sin comer ni tomar los medicamentos.
“Por supuesto”, reitero.
El instructor trata de ser amable. Dice que afuera espera mi hijo.
Mi hijo es un chico de 17 años de casi un metro 80 centímetros que, cuando regresa por las tardes del preuniversitario, prefiere no comer antes de dejar de hacer ejercicios. Pero dentro de toda esa musculatura vive un niño.
“Muchas gracias. Dígale que regrese a casa, yo me encuentro perfectamente bien”, le respondo.
El instructor es joven, espigado, quizás inteligente. Es licenciado en Derecho. Me observa en silencio.
Le digo que todo estará relativamente bien si me acusa por infringir un precepto burbuja como el conceptuado en el artículo 91 del Código Penal -donde con tal de meter en la cárcel a alguien cualquier cosa cabe-, o si pretende enjuiciarme por lo articulado dentro de las mordazas de la ley 88.
En tanto, yo escribo sin apartarme del artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos:
“1. Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones.
2. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión; este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección”.
El instructor sólo me mira. Luego dice algo al carcelero y comienza a alejarse, pero se vuelve para preguntarme si me gustó el libro que me habían traído. ¿Con esto querrá decir que tengo que leerme las 905 páginas de “El peor viaje del mundo” encerrado tras estas rejas? Como siempre, van con una carta bajo la manga.
“Muy bueno, pero quizás son demasiadas páginas para tan corto tiempo. No olvide que para hacer rondar un fiscal por aquí usted solo tiene 72 horas”, le respondo.
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