PUERTO PADRE, Cuba, ( 173.203.82.38) -Esta es la celda uno. La número dos es más pequeña y oscura. En ella permanecí hasta mediada la tarde del primer día de mi secuestro.
Sí, secuestro, porque legalmente no existen motivos para mantenerme encerrado.
Esa tarde solicité un periódico, pero como apenas si allí podía leer, el instructor indicó al carcelero trasladarme a este calabozo pintado de amarillo y mejor ventilado.
Mi encierro es amplio: seis pasos de norte a sur, cuatro de este a oeste. Dos muros de ladrillos unidos por dos planchas de hormigón hacen la litera. Cemento, piedras y cabillas por cama. De noche y hasta poco antes del amanecer, los carceleros entregan a los presos una delgada colchoneta de esponja.
La reja tiene nueve barrotes verticales y otros tantos horizontales. Dos delgadas aberturas permiten a los carceleros introducir las bandejas con los alimentos. De todas formas, esas holguras resultan innecesarias.
Miro la reja. Siento la cabeza a punto de estallar por el dolor y me pregunto por qué.
¿Por qué el gobierno cubano penaliza el derecho al ejercicio de la libertad de opinión y de expresión, o el derecho de recibir información y opiniones y difundirlas sin limitación de fronteras si es signataria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos?
Sencillamente, me han negado el derecho a preguntar por qué en menos de tres lustros, y luego de la caída del Muro de Berlín, las visitas a este país de nada menos que dos Papas llevaron al “tránsito” de un ateísmo marxista rampante a un cristianismo de asombro.
Acaso… ¿será que a falta de un muro de piedras donde atrincherarse, los marxistas decidieron parapetarse detrás de un montón de gente arrodillada ante la imagen de Cristo? Pienso que si la respuesta es afirmativa, debe ser una gran victoria para los marxistas tener dentro de esa línea defensiva al mismísimo Papa.
Tenía esos pensamientos mezclados con las imágenes del Polo Sur que me brindaba la lectura de “El peor viaje del mundo”, cuando no pude más. Debí cerrar el libro para ir a sentarme en la cama de piedras. ¿Veía montañas heladas o montañas de rejas?
Recordé a Boitel y a Zapata. Sólo estoy transitando por una minúscula fracción del sacrificio de ellos y de tantos otros, pero ya sé, por experimentarlo en mi carne y en mis huesos, cuánto dolor hubo en sus muertes y me pregunto: ¿Ajustado a los leyes escritas y no escritas de la humanidad, puede negarse que ellos murieron como víctimas de asesinatos ejecutados con premeditación y alevosía?
El carcelero llega junto a la reja: “¿Se siente mal?”.
“Me duele la cabeza”, digo.
En silencio hace una seña para que me acerque. Cuando llego junto a él me dice con emoción, con una sinceridad que derrumba: “Yo le traigo sus medicinas y nadie se entera. Mi palabra, eso queda entre usted y yo”.
Ha pronunciado esas palabras en un susurro para que los presos en las celdas contiguas no lo escuchen. Pero le respondo: “Hijo, eso sería engañar a mi conciencia”.
El carcelero se aleja. No comprende que es otra víctima. No quiero odiar, quiero perdonar.
Para apartar pensamientos perturbadores arremolinados en mi mente, intento proseguir la lectura, pero es imposible. La arquitectura carcelaria es sencillamente diabólica.
En días nublados como hoy, todavía a las 10 de la mañana la luz del sol es insuficiente para leer. Supe que eran las 10 porque cuando infructuosamente intentaba proseguir la lectura, llegó la enfermera con los medicamentos correspondientes a esa hora.
¡Oh, Dios, cuánta oscuridad en mi celda y en su uniforme blanco!
Me duele verla marchar con el sobre amarillo cerrado tal como llegó. Y es que quienes rondan por mi celda están más faltos de libertad que yo. ¡Todos!
El teniente coronel jefe de la policía política del quien -¡qué ironía!- solo dicen que se llama Abel. ¿Por qué ocultan sus apellidos? El mayor que ejecutó mi secuestro solo lo llaman Eduardo… ¿Y su padre y su madre? ¿No tendrá?
El mayor de investigaciones criminales y operaciones, al acusarme por un delito que no cometí, se acusa a sí mismo. El oficial de guardia, los tres carceleros, la muchacha que tomó mis huellas, la doctora y la enfermera que pretenden curar mis llagas para que esté sano entre rejas. Todos, absolutamente todos, están encarcelados dentro de ellos mismos al no poder decir lo que piensan.
Celdas abajo los presos no cesan su parloteo. El carcelero tiene sintonizado Radio Reloj: tictac, tictac, tictac, tictac. ¿Las cinco ya?
Aunque de pie junto a la persiana de hojas dobles, otra vez debo cerrar el libro. El sol, tan dado a los cambios, es renuente a penetrar en un espacio tan inamovible.
Escucho a los presos contándose desgracias. Por lo que oigo todos son inocentes. ¿Será verdad? El enfermo de sida dice que lo hizo por una cuestión de honor.
Aunque los otros presos y yo no nos vemos, por la voz puedo identificar a cada uno de ellos. Siempre están contando historias. Ya me resulta fácil conocer cuándo habla el de la pistola, el de la chiva, el del machetazo, el del cerdo, el de las lesiones, o el enfermo de sida.
Pero ahora una combinación de cefalea y un fortísimo dolor en el pecho no me permite escuchar a mis vecinos. Todo esto me trae el recuerdo de un momento similar hace varios años y me pregunto: “¿Será el final?”. Pienso en mis padres, en mi mujer y en mis hijos y, a pesar del dolor de ellos, como aquella vez digo: “Ojalá, ojalá”.
Digo a mis secuestradores: “¿Saben?, lo mejor que pudiera pasarme es morirme de un infarto. Sería estupendo morirme en este calabozo de un infarto. Solo siento curiosidad y quisiera saber qué van a decir y cómo van a justificar mi muerte dentro de esta celda”.
Por supuesto, como aquella vez, me respondieron lo mismo: Eso no lo deciden ellos.
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