LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Si preguntas por Eugenio González, tal vez pocos puedan ayudarte a encontrarlo. Pero si preguntas por “El Quemao”, todos te indicarán de inmediato la casita donde vive, en el Reparto Poey, municipio habanero de Arroyo Naranjo.
Su alias no es sinónimo de loco, a pesar de que en Cuba se use este apelativo. Lo de “quemao” le viene a Eugenio en el sentido literal de la palabra: tiene más de la mitad de su cuerpo abrasado.
Todo sucedió hace quince años, cuando él tenía once de edad. Sus padres trabajaban en un punto de venta de gas licuado. Vendían a sobreprecio las “balitas” de gas que negociaban con los camioneros encargados de repartirlas.
Pero para sacarle unos pesos más al puesto de trabajo, se dedicaban también a pinchar las “balitas” de gas llenas que llegaban sin el sello en las válvulas. Así llenaban otras vacías.
Era una maniobra rudimentaria y peligrosa, en la que resulta muy difícil controlar los escapes. Con una simple manguera, pasaban el combustible de depósito a otro. Llevaban tiempo haciéndolo. Nunca tuvieron un accidente hasta ese día, en el que los padres llevaron a Eugenio al puesto de venta, y un comprador encendió un cigarro.
Dice Eugenio que sobrevivió de pura suerte. No se encontraba dentro del puesto de venta cuando ocurrió la explosión, pero sí lo suficientemente cerca para que las llamas alcanzaran el 55 por ciento de su cuerpo. Quedó huérfano de padre y madre.
“El Quemao” trabaja ahora como chofer de un “almendrón” de alquiler. Los precios de la gasolina son altos, y en el mundo del boteo cubano ese tipo de motor es mucho menos rentable que uno de petróleo. El truco para cambiar esa realidad reside en adaptar el motor de gasolina para que funcione con gas licuado. Es otra operación peligrosa e ilegal, pero bastante extendida entre los boteros dueños de carros con motor de gasolina, por la reducción que implica en los costos del combustible.
Por tal motivo, “El Quemao” convenció al dueño del carro que conduce para que le hiciera las adaptaciones necesarias al motor, de manera que pudiese utilizar gas licuado como combustible.
Según él, una “balita” de gas licuado le cuesta ahora entre ochenta y cien pesos, y le rinde lo mismo que casi veinte litros de gasolina. “Yo voy y vengo de la Víbora al Vedado casi cinco veces con una balita de gas. Son 500 pesos, pero con el recambio de pasajeros siempre da más”, afirma.
En La Habana hay una cifra alarmante de carros de gasolina que usan gas licuado de forma ilegal. En muchos casos, las adaptaciones no cumplen los requerimientos mínimos de seguridad. Con bastante frecuencia, el olor añadido del gas llega a las narices de transeúntes y pasajeros.
Y aunque él dice que hasta ahora no conoce ningún caso de accidente vinculado a esta práctica, parece que las ganancias le han hecho olvidar la historia de su vida. Parece no recordar que la negligencia de sus padres con el gas licuado fue una mezcla mortal, que casi lo mata.