LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -Iba sentado en la parte trasera de un ómnibus P5. Pasaba ya el mediodía. Hasta el final de la guagua llegó un grupo de jóvenes cadetes, de tercer año de la carrera de Derecho, que comenzaron a ubicarse a mi alrededor, y se fueron cargando unos a otros, en parejas de hombre y mujer.
Todos estaban de uniforme verde, que exhibe la etiqueta de Ministerio del Interior. Iban contentos. Cuando hicimos parada junto al cine Trianón, uno de ellos se fijó en el cartel de la obra teatral Calígula, y preguntó quién era ése. Por el diseño del anuncio, debía ser un personaje siniestro. Y como de la figura manaban fluidos de sangre, se aventuró a decir que era un asesino en serie. Entonces, un compañero suyo, que estaba de pie, rectificó. Y en seguida, haciendo un esfuerzo por recordar de prisa, añadió que era un rey, de Pensilvania. Evidentemente, se estaba confundiendo con Transilvania, y por ende, suponía que el personaje aludido era Drácula.
Dijo también que había una serie de eso (¿televisiva, de animados, de películas?). Finalmente, tuvo un acierto, que le salió de carambola. Declaró que Calígula –a quien seguía confundiendo con Drácula– era un “sobrenombre”, que ése no era su verdadero nombre. Debió estar pensando en el conde chupasangre, porque dudo mucho que alguien que confunda a un emperador romano con un vampiro, sepa un detalle histórico menor, como que Calígula era un apodo que significaba “Boticas”.
Sus amigos estaban incrédulos, pero como nadie era capaz de enriquecer esos “datos”, ni le aportaban una explicación mejor, tuvo que decir que en la escuela después tendría que instruirse (así, con esa misma palabra). Además, creo que no quiso adivinar más, porque notó que yo casi no podía contener la risa, y la mujer que estaba sentada al lado mío, sonreía como si escuchase una comedia. Todos se dieron cuenta de la vaguedad de sus informaciones (por no decir de sus dislates), aunque lo más extraño fue que nadie recordara siquiera el nombre de Drácula.
Sinceramente, fue una escena graciosa, y con cierta humanidad, ya que el muchacho pudo reconocer su simpleza. Luego pensé en el artículo que acababa de leer en Cubanet, sobre las tres niñas testigos de Jehová, que no tenían reposo ni paz en su escuela, porque se negaban a rendirle culto a los símbolos patrios.
Recordando aquella frase de “Palabras a los intelectuales”, dentro de la Revolución pueden caber todos, incluso los más ignorantes, mientras juren lealtad, y sirvan a la Revolución, a Fidel, a Raúl, al Partido, y la Patria socialista. (Como se sabe, esos términos son equivalentes e intercambiables, aunque tal vez se imaginen, al igual que las emanaciones de Plotino, como los niveles de ese “espíritu revolucionario”, que fluye desde el Uno hasta las almas terrenales).
¿Y fuera de la ideología del Estado? Nada, ni siquiera una educación digna y respetuosa, para unas niñas pequeñas, que desean mantener su identidad religiosa. Fuera de los dogmas de la Revolución, nada, aunque seas Einstein, Beethoven, o Albert Camus.