LA HABANA, Cuba, agosto (173.203.82.38) – Ahora se oye decir con frecuencia que en Cuba hay más millonarios que en Miami. Debe ser una exageración intencionada para despertar interés en torno a la existencia de nuevos ricos en el patio. Así que no hay que tomárselo a pecho. Pues sabemos que aquí no sólo hay una cifra irrisoriamente menor de nuevos ricos que en Miami, sino que entre esos nuevos ricos ninguno es nuevo.
Tampoco abundan los ricos entre nuestros nuevos ricos, excepto los que no son nuevos.
Eladio Secades, cuyas Estampas son la Biblia del costumbrismo cubano, puntualizó que se puede ser nuevo rico toda la vida, ya que esta categoría no la define el tiempo, sino el uso ostentoso que hacen de su dinero ciertos pobres con plata.
Pero es una lástima que Secades no haya podido dejar constancia del fenómeno en nuestros días, donde los verdaderos nuevos ricos, entre los que ninguno es nuevo, no son ostentosos, porque no les conviene serlo, ni son pobres con plata, sino auténticos millonarios, al margen de que se pueda o no demostrar que guardan millones en los bancos. Son los ricos de siempre. En tanto los ahora llamados nuevos ricos no pasan de ser tuertos reyes en país de ciegos.
Según Secades, el nuevo rico cubano es aquel que hace alarde de poseer el mejor yate. Este dato -por escoger solo uno- puede resultar revelador cuando lo confrontamos con nuestra realidad, intentando no sólo calcular el monto real de nuestros actuales nuevos ricos, sino las características que los prefiguran.
Ni esos hacendosos campesinos que han logrado juntar algunos cientos de miles, ni los dueños de restaurantes u otros negocios particulares con solvencia holgada pero nunca millonaria, ni los artistas mejor remunerados, ni los contrabandistas, especuladores y narcotraficantes por cuenta propia… en fin, ninguno de los que ahora incluimos festinadamente en la clase de los nuevos ricos, ninguno, insisto, posee el mejor yate, ni siquiera se le ocurriría alardear al respecto.
Los más lujosos yates, los cotos exclusivos para la caza del venado, los cayos y playas paradisíacos de uso privado, las residencias en barrios de absoluto abolengo, las vacaciones en Europa, las mejores universidades del mundo para sus hijos; nada de ello está al alcance de esos pobres diablos a los que hoy llamamos nuevos ricos de Cuba. En cambio, no es nuevo para nadie que durante decenios han sido parte de la vida cotidiana de nuestros ricos viejos, los de verdad.
Tal vez por eso resulta extraño, y hasta en ocasiones chocante, que se insista tanto en esto de nuestros nuevos ricos, dándole tratamiento peyorativo al asunto.
No es que sean santos los pobres diablos en cuestión. Pero no hay que exagerar. En Cuba, para convertirse en eso que hoy llamamos un nuevo rico, las vías y los mecanismos han podido ser múltiples, más o menos lícitos e ilícitos. Para hacerse millonario de verdad, con o sin cuentas bancarias verificables, sólo sigue existiendo un conducto, siempre ilícito: el poder político. Por eso resulta pueril afirmar que en La Habana hay ya tantos millonarios como en Miami.
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