LA HABANA, Cuba.- A Ramón, todo cuanto lo rodea es basura. Su vida, desde que se levanta hasta que se duerme, incluso cuando sueña, según él mismo afirma, es la basura. Tanto es así que ahora, con trozos de cartones y nailon, se ha levantado una choza en medio del mayor basural de La Habana, porque allí encuentra cuanto considera indispensable para sobrevivir.
“Aquí tengo comida, ropa, cigarros, y no me cuesta nada”, dice mientras no deja de escarbar entre las lomas de basura del famoso vertedero de Calle 100, una verdadera ciudadela donde comparte su suerte con decenas de hombres y mujeres para los que la basura es un bien tan preciado como el oro, es decir, un asunto de vida o muerte.
“Esto es como en cualquier lugar. Hay gente envidiosa, hay ladrones, chivatos, hay que estar a cuatro ojos”, comenta Ramón mientras muestra unas heridas en el rostro, las marcas de un combate: “Esto fue con un tipo al que le decíamos El Zika, ladrón como él solo. Ahora está preso porque mató a un tipo. (…) Aquí todas las semanas viene un camión del aeropuerto que deja de todo y la gente lo espera porque hasta botan sacos de comida que no está mala, tubos de jamonada, quesos, paquetes de picadillo, salchichas y la gente trata de quitarte las cosas. Incluso a veces viene gente haciéndose pasar por inspectores o policías para quitarte las cosas, y nada, es para llevársela, para venderlas”.
En el basural de calle 100 la vida es agitada. Los cientos de camiones que descargan a diario, incluso a altas horas de la noche, son esperados por una multitud que incluso sabe identificarlos a distancia. “Ese es el del complejo lácteo”, “Aquel es de Labiofam”, “Ese no trae nada que sirva”, comenta Pedro, un amigo de Ramón al que no le caemos bien porque llevamos cámaras y nos ha visto hacer fotos: “Aquí no se puede filmar. La gente se va a encabronar y te van a caer arriba”, nos aconseja, nos intimida.
No obstante, nos cuenta por qué, al igual que Ramón, decidió mudarse al vertedero: “Hay camiones que no tienen permiso para verter aquí, entonces vienen de madrugada. Si no estás a esa hora, te pierdes cosas buenísimas. Aquí se trabaja a toda hora, no importa el camión que sea, nadie sabe lo que se va a encontrar. Aquí hay gente que se ha encontrado dinero, celulares, cosas de plata (…) Aquí se han botado camiones de paquetes de salchicha, de pollo, es un crimen que se bote tanta comida, ¿por qué la dejan podrirse? Es un crimen”, se lamenta Pedro.
Mientras aguardan por los carros recolectores, los hombres se sientan a fumar y beber bajo el sol, entre los desperdicios. Solo hablan de las cosas que han encontrado y de lo que esperan encontrar. Todo cuanto visten ha llegado en esos mismos camiones; también todo cuanto comen, beben y fuman.
Orlando ha dejado a su mujer y a sus hijos en Guantánamo. Llegó a La Habana hace más de dos años y también ha ido a vivir al basural de calle 100. Dice que con las cosas que ha encontrado en el lugar ha ido construyendo su casa en el Oriente del país:
“¿Tú ves esa caja de cigarros? Eso se vende allá sin ningún problema, te la arrebatan de las manos. De aquí yo me he llevado ropa nueva, pantalones, pulóveres, suelas de zapato, todo eso se vende aquí o allá. A la gente lo que le da pena venir aquí, pero en este país hace falta de todo y mira cómo se botan las cosas. Si no fuera por nosotros todo eso se quemaba. Allá en Oriente no se bota tanto como aquí en La Habana, esto es una mina de oro. Yo he construido mi casa con esto”, asegura Orlando.
Con él trabajan dos jóvenes que también han llegado de Guantánamo convencidos por el éxito de su coterráneo. Yorelbis y Wilber también mantienen a sus familias con las cosas que “luchan” en el basural. Están ilegales en La Habana y, por ley oficial, nadie puede darles un empleo. No les está permitido permanecer en la capital sin un permiso especial, un tipo de visado expedido por las mismas oficinas del Ministerio del Interior encargadas de los pasaportes y otros documentos de identidad. Los llaman “palestinos”, aunque son bien cubanos, y sus opciones para ganarse la vida son muy pocas.
“Prefiero estar aquí que no robando o pingueando (prostituyéndose). Esto no es deshonroso, es un trabajo como otro cualquiera. El problema aquí es la policía, que si te coge te deporta. (…) De vez en cuando se meten aquí y arrasan. Nosotros no hacemos nada malo, al contrario, pero no les gusta que la gente vea esto. Supuestamente este es un país donde hay de todo, pero ya vez que no es así. Aquí hay que lucharla. Nosotros somos luchadores, somos guerreros”, dice Wilber y sonríe. Mientras tanto, Yorelbis y Orlando lo agitan para que deje la “bobería” de hablar con nosotros. Otro camión se acerca al basural y una nueva batalla comienza.