LA HABANA, Cuba.- No fue la visita de Obama a Cuba la que puso de moda la bandera norteamericana o los dólares estampados en las vestimentas de los cubanos sino, prefiero pensar, esa variante de “protesta silenciosa”, “light”, que han adoptado quienes añoran un final del cuento o al menos el comienzo de un capítulo más interesante y mejor escrito.
La disidencia silenciosa, expresada en el vestir, no es algo nuevo. En los años 80 y aún más en los 90, el color negro en las ropas de muchos jóvenes fue un mensaje de hartazgo directo, como una flecha lanzada contra la manzana en la cabeza del poder.
La simbología de los tatuajes y el modo de usar un pañuelo, una gorra o el simple gesto de portar un dije o arete en forma de crucifijo, usar collares de santería, fueron gestos desafiantes en épocas de cacería de brujas.
Durante los primeros años de la revolución, y sobre todo en los 70, se promovieron desde el gobierno varias campañas, algunas de ellas extremadamente violentas, contra algunas modas consideradas como nocivas en el proceso de formación del malogrado “hombre nuevo”.
Todavía algunas víctimas y victimarios recuerdan a la actriz Ana Lasalle, plantada a las puertas del Instituto Cubano de Radio y Televisión, con tijeras en las manos, para cortar las melenas y los pantalones ajustados de quienes se atrevieran a pasar por el lugar, fuesen artistas o no.
Fidel Castro, en el discurso de clausura del Primer Congreso de Educación y Cultura, de 1971, había dado la orden de “combatir al enemigo” en sus expresiones ideológicas y, por desgracia, la moda estuvo en el centro de la diana junto a la música en inglés y las formas no realistas del arte y la literatura.
Hubo una época en que, debido a la moda regulada desde el gobierno más que a las carestías, las calles de La Habana no se distinguían de las de Pyongyang o las del Pekín maoísta. Pantalones y camisas de caqui o de poplín chino, vestidos de guinga, zapatos plásticos (conocidos como “kikos”) o botas cañeras que, a fuerza de lija, betún, cepillo y fuego se convirtieron en sucedáneos de la gamuza y el charol.
En la actualidad son otras historias y otras regulaciones las que marcan los modos de ataviarse de los cubanos.
Por una parte, aunque jamás han sido oficialmente revocadas, se volvieron inefectivas las normas gubernamentales sobre el “buen vestir”, basadas en un ideal totalitario de “uniformar” a los ciudadanos pero, por otra, los sucesivos desaciertos políticos y económicos que han convertido en fenómenos crónicos la inflación, los precios disparados, los bajos salarios, la cultura de supervivencia, la escasez, el contrabando, los frenos al crecimiento de la iniciativa privada y el retardo informacional de la población, han repercutido negativamente en los modos de vestir de la mayoría de los cubanos, limitados a cubrir los cuerpos con “lo que se puede” o “lo que aparezca”.
No importa ser médico nacional o de exportación con los salarios estatales más altos de Cuba (de unos 60 dólares mensuales como promedio, en comparación con los 25 dólares mensuales que promedian los trabajadores de otros sectores) o ser el gerente de una gran empresa, los sueldos, por relativamente altos que puedan ser, no rendirán como para escoger, incluso sin pompa, lo que vestimos o calzamos, un privilegio reservado para un porciento muy mínimo de los cubanos, el mismo porciento para el que estuvo reservada la zona VIP del desfile de Chanel en La Habana.
Son pocas las tiendas estatales o privadas (clandestinas), donde el cliente puede buscar lo que realmente desea. Se compra lo que aparece, a tono con lo que ofrecen las dos o tres empresas estatales autorizadas por el gobierno a importar, o con los géneros que cargan las llamadas “mulas”, ciudadanos cubanos que viajan a Ecuador, Perú, Trinidad y Tobago, Panamá o Miami para luego vender como último grito de la moda aquella fruslería que adquirieron en tiendas de remate y mercadillos.
Una operación emparentada con la estafa y no muy diferente a la que realizan los compradores mayoristas e importadores del Ministerio de Comercio Interior, las empresas vinculadas al Ministerio de Comercio Exterior, así como de aquellos almacenes que tributan a las cadenas de tiendas recaudadoras de divisas, famosas por el mal gusto de sus productos y la escandalosa disparidad entre la calidad y los precios.
No solo obreros con bajos salarios se ven limitados a la hora de elegir sus ropas o definir su estilo al vestir. Periodistas de la televisión, actores y cantantes famosos, quinceañeras, estudiantes que se preparan para recibir su diploma o para una fiesta de graduación suelen adquirir sus “mejores” prendas en las tiendas de reciclados donde se venden piezas no solo de escasa calidad sino, a veces, solo apropiadas para países fríos o demasiado “cheas” (desactualizadas).
En Cuba la expresión “vestir bien” ha adquirido matices que pudieran distinguirla, en su empleo, de otras realidades donde pudiera connotar el uso de las marcas de los grandes modistos o el refinamiento estético en la elección de la indumentaria.
“Vestir bien”, en Cuba, significa para algunos usar vestuarios que, aunque no sean de alta costura, consuman hasta diez veces el monto de un salario promedio. No importa la calidad de lo que se vista sino el precio que tenga en el mercado negro.
Decir que la ropa que usamos la adquirimos en una TRD (tienda recaudadora de divisas) no es lo mismo que decir que la mandamos a buscar a la “Yuma” (Estados Unidos) o que la compramos en el negocio clandestino de un sujeto que viaja a Panamá todos los meses. Comprarla de manera legal y dentro de la isla tiene mucho menos “glamour” que hacerlo en el extranjero aunque sea en tiendas de saldo o del Ejército de Salvación.
Chanel estuvo en la isla pero aún no se ha decidido a colocar sus vitrinas ni siquiera en ese mismo Prado por donde desfilaron sus modelos. Es encantadora La Habana pero, desgraciadamente, lo es por su pobreza y esa “cualidad” solo vale para unas buenas fotos pero no para grandes ventas.
Todo parece indicar que Jennifer López ha prestado su nombre para esa tiendita en la calle Obispo donde pocos se deciden a comprar no solo por los altos precios sino porque todos los productos parecieran “copias chinas” o mercancías morosas extraídas de sus otros emporios en el Tercer Mundo.
Una estrategia de liquidación que no debe sorprender cuando se conoce que en las ferias del libro de La Habana, librerías españolas y mexicanas aprovechan para limpiar sus almacenes en Madrid y el D.F., y venden a los lectores cubanos revistas de farándula, chismes y modas publicadas en los años 90, ninguna del momento actual.
En fin, que no han sido Chanel o Jennifer López, en sus visitas y aventuras comerciales recientes, los iniciadores de ese talento (mejor dicho, talante) cubano, nacido de la penuria más que del antojo, que persiste en combinar lo que se supone sea sofisticado con la persistencia de nuestros bolsillos vacíos.