LA HABANA, Cuba. -Siempre en el mes de mayo comienza a tambalearse La Habana. Y no deja de hacerlo hasta noviembre, después de la última amenaza de ciclón. Cada jornada de lluvia intensa tributa invariablemente su saldo de muerte y calamidad. Es algo que ocurre desde hace decenios, pero sin novedad en el frente. Llenamos algún que otro cintillo noticioso, y ya. Cada nuevo desastre pasa a ser olvidado, a la espera del próximo. El muerto al hoyo y el vivo a su rollo.
Según algunos especialistas, se trata de un problema cuya solución le costaría al gobierno más de 3000 millones de dólares. Ciertamente la cifra me parece inferior a la que ha desembolsado en guerras ajenas e inútiles o en propaganda superflua. Pero aun con todo y su desmesura, la cifra misma puede ser una señal de esperanza. Significa que por lo menos hasta el día de hoy la progresiva destrucción de La Habana podría tener algún remedio, algo en lo que me gusta creer pero en lo que no creo. Sobre todo si nos referimos al profundo corazón de la ciudad, a lo más vivo y lo más amenazado, que es su centro.
Sólo en Cayo Hueso, uno de los barrios más vivos y amenazados de ese centro, hay más de 200 ciudadelas en menos de un kilómetro cuadrado. En la zona más antigua hay unas 22.000 viviendas clasificadas como cuarterías o conventillos o ciudadelas. Y en el pintoresco barrio de Atarés, uno de los más pequeños, 6000 familias sufren cada aguacero como premonición de nuevos derrumbes.
El caos de estas zonas centrales, fruto de un irresponsable e inhumano abandono de su mantenimiento por más de medio siglo, provoca que el gobierno y aun la propia gente prefieran la búsqueda de soluciones en áreas de la periferia. De esta manera, La Habana parece condenada a tambalearse desde su yema durante unos años más, sólo Dios sabe cuántos, hasta ser irrecuperable.
Los malos remiendos que hoy les pegan albañiles improvisados, con o sin el concierto del gobierno, lejos de alejar ese día cero, parecen acercarlo y hasta estimularlo.
Y otro tanto podría decirse de la medida gubernamental (desesperada y descocotada) de construir o remozar cuartos dentro del mismo carapacho enfermo para que supervivan en ellos los que ya perdieron sus casas por derrumbe. Sin ir más lejos, en muchas zonas de Centro Habana viven mil habitantes por hectárea, en inmuebles de baja altura, o sea unos encima de los otros.
Y esas áreas centrales son precisamente las que atesoran la mayoría de las grandes virtudes arquitectónicas e históricas de nuestra ciudad. “La Habana podría terminar, en una visión dantesca, como un gran anillo de basura consolidada o como un cráter vacío, que en el centro alguna vez tuvo una ciudad”. Así lo ha sentenciado uno de sus fieles guardianes, el prestigioso arquitecto Mario Coyula, el cual, por cierto, no suele ser proclive a las visiones dantescas.
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