LA HABANA, Cuba.- Esta historia que quiero contar, para mí muy triste por cierto, me ha hecho pensar que la situación social es peor de lo que yo he imaginado y se queda muy por debajo de lo que acostumbro a explicar a los que quieren saber de Cuba.
Estaba en la tienda de Carlos III, ubicada en la avenida del mismo nombre y, caminando por el pasillo lateral donde se encuentran los “carritos” para montar y distraer a los niños, un padre –con su hijo cargado en brazos– estacionado de pie junto a una mesa de la cafetería, permitió que el infante me diera dos piñazos seguidos en la cara, que me tomaron por total sorpresa, porque el muchachito tendría sólo tres años y era portador de una gran ira.
Los golpes hicieron que perdiera mi lente de contacto izquierdo, y cuando reaccioné la criatura me gritaba una gran cantidad de obscenidades –diría mejor palabrotas–. El padre le tapaba la boca con la mano pero no dejaba de sonreír porque, al parecer, consideraba una gracia lo que el muchachito estaba diciendo.
Me detuve un momento. Él se acercó y le dijo de forma muy fuerte “pídele perdón a la señora”, pero el niño no reaccionaba; su única preocupación era que lo dejaran de nuevo beber de la cerveza que tenía el padre sobre la mesa.
Ni corta ni perezosa le dije al joven: “Aquí no es donde le tienen que enseñar al niño buenos modales; es en la casa. Y no deben permitirle decir esa cantidad de malas palabras, que seguro repite porque las oye”. Él agachó la cabeza y volvió a su mesa, pero no dejó en ningún momento de darle su poquito de cerveza, para seguir estimulando la violencia que le despertaba al infeliz.
Estuve tentada de retratarlos, pero no lo hice porque me parecía igual que tomar una foto de alguien desnudo, y es que la situación no fue más que una forma de despojo de la vida que tiene esa criatura en casa.
Recordé enseguida las últimas noticias de Internet, con videos de niños de uniforme bailando como si tuvieran sexo; la historia de una violación infantil de La Cuevita, que conocía antes de verla publicada; los jóvenes teniendo sexo en el boulevard de San Rafael; el hombre desnudo en actitudes depravadas en el aeropuerto; en fin, una sucesión de problemas sociales que permiten evaluar lo que pasa en el país, ya que no son situaciones aisladas.
Sentí mucho dolor de constatar que la policía se desgasta alrededor del centro comercial con operativos contra los que venden en bolsa negra; que estaban los empleados mirando y que incluso los custodios de la tienda merodeaban el lugar y nadie –¡pero nadie! – pudo detener a ese hombre, que se supone sea un padre, para que no le siguiera envenenando la sangre a su pequeño hijo con alcohol.
Quizás el lector pensará que yo pude haber hecho la denuncia, pero ese camino lo he transitado en varias ocasiones sin ningún resultado. Solo me trae como consecuencias esperar horas en un cuarto en la Unidad de la Policía que corresponda, para que bajen las orientaciones sobre qué hacer; al final, el esfuerzo es en vano, porque nada que provenga de un disidente es tomado en consideración, somos ciudadanos multiplicados por cero.
Me pregunto: ¿Qué pasaría en Estados Unidos de América si hubiera en un lugar público una situación semejante a esta? Estoy convencida de que los “malos” del norte no lo permitirían, por el valor que tiene para ellos un niño.
Esta sociedad me duele, y nosotros somos los que de forma pública estamos acusados de “contrarrevolucionarios”. Sin embargo, el régimen que ha sido el vehículo impulsor de todas estas situaciones se siente menor de edad con respecto a la enfermedad que tiene nuestro pueblo.
Se podrán hacer cambios, reconstruir el país, insertarlo en la economía mundial, pero el cáncer social está en etapa final y ha hecho metástasis. Los que queremos la libertad y la democracia para nuestra Patria, tenemos que pensar cómo vamos a sanar este tejido social herido de muerte.