LA HABANA, Cuba.- Pocos saben cómo el gobierno cubano estará planificando, el próximo domingo, el recibimiento al presidente norteamericano Barack Obama. Ya se intuye, por el contenido de las notas de prensa, la estrategia policial para controlar las populares muestras de simpatía hacia aquel que, según el tradicional discurso oficial, debiera encarnar al culpable de las penurias de la nación.
Se sabe que al juego del Tampa Bay en el Estadio Latinoamericano este 22 de marzo en la tarde, solo podrán asistir quienes aparezcan en los listados que el Partido Comunista, en coordinación con el Ministerio del Interior, han ordenado elaborar en las unidades militares, universidades y centros de trabajo estatales.
“Nadie irá al estadio por su cuenta, los invitados estarán divididos en grupos pequeños que responderán a un jefe que velará porque cada uno de sus subordinados se comporte como les ha sido indicado con antelación”. Esto es, a su modo, lo que nos ha dicho un funcionario que estará al frente de uno de esos grupos. También por él supimos que todos deberán saber cuáles son las frases a gritar y las emociones a reprimir.
No estará autorizado el uso de cámaras ni celulares y nadie podrá llevar encima otra cosa que no sea el carnet de identidad.
Por los requisitos exigidos y por la exhaustividad con que se requisan los nombres de los elegidos, no habrá lugar en el estadio para opositores ni para la prensa alternativa y, como la convocatoria ha favorecido exclusivamente lo “estatal”, tampoco para cuentapropistas, es decir, no habrá lugar ni para la espontaneidad ni para las iniciativas personales porque se trata, más que de una selección equitativa, de “una coreografía en ese estilo escuelita modelo que los cubanos hemos aprendido a golpe y porrazo”, según dice Leonardo Frías, un señor de 60 años que no ha logrado ser seleccionado en su centro de trabajo porque “no están aceptando a la gente vieja. Solo a jóvenes de la Juventud [miembros de la Unión de Jóvenes Comunistas].
Sin embargo, siguiendo las opiniones y comentarios en la calle, la mayoría de los cubanos desea ir a encontrarse con Obama, en cuanto el Air Force One aterrice en La Habana, no para colmarlo de reproches sino todo lo contrario. Una reacción paradójica que pudiera ser comprendida como una protesta disimulada, un mensaje subliminar, contra el gobierno de la isla.
“Eso no se da todos los días. De algún modo tienen que darse cuenta que ya están de más, que ya la gente, por cambiar, prefiere a cualquiera, al que venga, ya sea el Papa u Obama”, dice Danilo, un joven estudiante universitario.
En los últimos días no se habla de otra cosa más allá de la visita del mandatario norteamericano o del concierto de The Rolling Stones.
Casi todo cuanto se comenta pudiera ser especulación: que si quitarán el ‘bloqueo’ (embargo comercial), que si han visto aviones Súper Hércules forzando las débiles pistas del aeropuerto, que si ya los Cadillac One están en La Habana, que si ya varios pisos del Hotel Nacional han sido reservados… son algunos de los temas en las conversaciones entre aquellos que desean ver en lo que sucederá este domingo algo más que un espectáculo fabuloso que les cambiará la rutina al menos por unas horas.
En los barrios también es usual que la gente bromee con el asunto de la visita o que, muy en serio, se pregunten los más desesperados si el acontecimiento es una señal del “principio del fin”.
Hoy, casi la víspera, muchos se preocupan por si los días que durará el viaje presidencial los darán como no laborables, tal como hicieron durante la estancia de los papas, o por si podrán marchar por la avenida de Rancho Boyeros para hacer ondear, juntas, las banderas cubana y norteamericana sin el miedo, de épocas recientes, a que los acusen de traidores o mercenarios. Se han desatado recelos y esperanzas, fobias y filias que, en el controlado ambiente cubano, ya pudieran hablar de un tímido deshielo.
“Obama, amigo, llévanos contigo” u “Obama, Obama, llévame contigo una semana”, son estribillos de las rumbitas que tararean los más jóvenes, esos que ya no esperan castigos por exhibir la bandera americana en las vestiduras, y que, confundiendo esa pequeña licencia ideológica con la libertad plena, han puesto su fe en que el visitante porte en los bolsillos una solución definitiva para los problemas de Cuba.
El martes 22, en el Estadio Latinoamericano se dará el esperado choque entre el Tampa Bay y la selección cubana. Estoy seguro de que muchos de los excluidos, de los no invitados, así como una buena parte de quienes alcanzaron a pasar la criba, quisieran estar allí no para presenciar un simple torneo deportivo sino para ser testigos de un cambio de época que pone en juego algo más trascendental que una ordinaria pelota de beisbol.