LA HABANA, Cuba. — El hecho de que La Habana no alinee en el top five de las ciudades más ruidosas del mundo, no significa que no sea una de las más vociferantes. De la misma manera que Tokyo, New York o Buenos Aires han ido sobresaliendo por sus altos niveles de ruido, vinculados con los avances de la civilización, en nuestra capital burbujea la bulla, en creciente alza, debido a una perenne recesión económica y cultural que la aleja, paradójicamente, de las más ruidosas.
Frente al dato mundialmente aceptado que identifica a las zonas céntricas como las más ruidosas de las ciudades más ruidosas, en La Habana, los mayores índices de algazara, grosería y alboroto se localizan en la periferia. ¿Será que el régimen, de la misma forma en que margina y oculta todo lo inconveniente, también trata ahora de ocultar nuestra condición de mayúsculos vociferantes?
Si es así, respondería a un nuevo plan, que debió ser incluido entre las reformas que ha estado aplicando en los últimos tiempos. Porque hasta ayer de tarde el rebullicio y la cañona verbal (junto a la física), formaban parte de su estilo para imponer el dominio político, así que eran expuestos a plena luz y todo el tiempo, en la Plaza de la Revolución, en el Malecón o en la escalinata universitaria, entre otros sitios que bien conoce y que mucho visita el turismo extranjero.
Pero de improviso se han dado a clavar vallas en algunos lugares públicos con la advertencia: “El ruido también ensucia”. Desde luego que los espacios escogidos para tales emplazamientos se cuentan entre los muy pocos limpios de la ciudad y son los menos ruidosos y los más céntricos, por donde con mayor frecuencia transitan los turistas. Al fin y al cabo ya sabemos que aquí las vallas propagandísticas (lo mismo las de antes que las de ahora) jamás persiguen otro objetivo que no sea decirle al visitante lo que éste espera que le digan.
Mientras, en la periferia, la mayoría de los habaneros yace hundida hasta el cuello entre la suciedad y el griterío. Y claro que allí no hay vallas. Lo primero que ocurriría si colocan una, es que va a desaparecer tan pronto llegue la noche para aparecer al día siguiente convertida en el techo de alguna choza destechada.
La Organización Mundial de la Salud ha definido al ruido como todo sonido desagradable que cause efectos nocivos en la salud de las personas. Ateniéndonos a tal definición, nuestro carácter de vociferantes tal vez pueda ubicar a La Habana en el susodicho top five. Bastaría con que los expertos aguanten someterse durante un par de días a los ataques del reguetón con decibeles por las nubes, o al pregonar constante de todo lo que aquí se vende en la calle, que es todo, a toda hora, y cuyo anuncio representa justo la negación de nuestro pregón tradicional: aullidos agresivos y soeces, chirriar de pitos que son como electrochoques que nos taladran desde el oído hasta los pies…
Debieran hacer la prueba los expertos a ver si son capaces de establecer cuándo estamos fajándonos y cuándo sostenemos una conversación amistosa, sentados en cualquier esquina, puesto que la gritería, el manoteo y las palabras gruesas alcanzan iguales resonancias en un caso y en el otro. Adoctrinados como fuimos desde niños en la creencia de que las ideas se defienden con gritos, con ofensas, con imposiciones, y no apelando al raciocinio, ahora ya estamos hechos a la medida para comportarnos ruidosos y broncos en todas las circunstancias, hasta cuando enamoramos. Debe ser ese el motivo por el que la policía jamás aparece cuando hay trifulcas de barrio. Total, para qué intervenir –tal vez se digan-, si sólo están discutiendo sobre fútbol.
Claro que ello sucede nada más que en la periferia. Pues en el centro, la policía sí demuestra estar consciente de que vociferar es hacer ruido y de que el ruido ensucia. En especial si se trata de voces que les meten “ruido en el sistema”.