LA HABANA, Cuba – Cuando llegó el “Período Especial” a Cuba, en 1991, la “revolución” le encomendó al contingente UNECA (Unión de Empresas Constructoras del Caribe) la tarea de salvar el socialismo levantando hoteles para el turismo. Labor que cumplieron a cabalidad.
La UNECA laboraba en toda la isla y cayos adyacentes. La integraban diez brigadas, de las cuales la número uno, “Santiago”, situada en la calle Tercera y 70, Miramar, era la insigne; un largo campamento de 34 cubículos de una sola planta con techo de zinc, que miraba a la calle Tercera y a los hoteles Tritón y Neptuno, erigidos por los hombres del mismo contingente.
En el ala izquierda había una cocina comedor y un almacén. Delante del campamento había una plazoleta que llegaba hasta la acera de la calle Tercera, donde hoy está la parada de los ómnibus P1 y P10, casi siempre repleta.
La brigada uno estaba compuesta por 300 trabajadores procedentes de Santiago y Guantánamo. Algunos con calificación y otros “metiendo el cuerpo” en busca del sustento para sus familias, intentando salvarlas en medio de la crisis. La mitad habían abandonado sus puestos laborales en Oriente, otros eran ex reclusos, dirigentes “tronados” o jóvenes que arribaron a la mayoría de edad y no continuaron los estudios.
Se enrolaron de manera rápida en la vorágine de La Habana, en el buscar dinero para sobrevivir, y se apropiaron en Miramar de los espacios de subsistencia. Llevaron el jineterismo, la estafa blanda y los matrimonios por conveniencia a nuevos planos. Negociaban caracoles polimitas con los extranjeros, y los domingos vendían hamburguesas y confituras en la playa, barras de chocolate y cucuruchos de coco que traían de Baracoa. También contrabandeaban con ron de la destilería de Santa Cruz; traían “la madre” y las etiquetas, y elaboraban las botellas como de fábrica en los cubículos.
En las afueras de las cafeterías estatales vendían la cuota de cigarros asignada como “contingentistas”: 30 cajas por albañil. El precio del cigarro en el 91 debido a la escasez llegó a ser astronómico y se convertía en una buena entrada. La cercanía de los hoteles Tritón y Neptuno, y los otros donde laboraban –Copacabana, Miramar, Meliá Habana, Chateu, Sevilla, Parque Central y Marina Hemingway– propiciaba el contacto con los turistas. Sumado a que trabajaban como mulos todo el año, ahorrando, para llegar de pase a Oriente vueltos novedad: ropas de marca, cadenas de oro y manillas, tenis fosforescentes y “la pelota de carlota” (mucho dinero) en la billetera.
La vida en el campamento de la brigada uno era como en un penal, y el horario laboral de 6 de la mañana a 6 de la tarde. Pero cuando “de arriba” pedían que una obra debiera entregarse en una fecha, trabajaban 24 horas.
Vivían siete albañiles por cubículo. En todos los closet guardaban materiales de construcción sacado de las obras, que vendían en los barrios aledaños. Cuando la policía hacía requisas decomisaba sacos de cemento, cajas de azulejos, pilas de agua, lámparas de aplique e inodoros. No enjuiciaban a los culpables, sino que los botaban del campamento y los materiales eran devueltos a las obras.
Como los hoteles se entregaban en fecha, rápidamente producían dólares para “salvar el socialismo” y la UNECA cumplía la tarea. Quizás por eso hubo conmiseración con aquellos albañiles, que a cambio de unos pesos realizaban tareas que costaban fortunas. Se sabían estafados, por eso redondeaban sus salarios con otras “artes”.
En el campamento regía la ley del más fuerte. A la hora de la comida llegaban los trabajadores en los camiones, se tiraban sobre los calderos y los repartían por orden de llegada, servidos en sus tambuchos plásticos o dentro de los cascos de constructores. Los cocineros se apartaban a esperar que la tropa terminara el frenesí, para fregar.
Una vez el almacenero no vino y llegó un camión de papas. Dos albañiles dijeron que estaban a cargo y descargaron el camión en los cuartos. Esa noche se vieron en el campamento decenas de fogatas y hombres sentados alrededor del fuego, sobreviviendo. Desde la acera y en la parada del ómnibus los habitantes de la ciudad contemplaron extrañados el fulgurante espectáculo.
La obra cumbre de la brigada uno de la UNECA fue la construcción de los hoteles Acuario y El viejo y el mar, en la marina Hemingway. Pero tras inauguradas esas obras, fragmentaron la brigada. Una parte enviada a Boyeros a construir los elevados de Calle 100, la otra a reparar Tarará. Llegaban nuevos tiempos y el petróleo de Venezuela. La infraestructura hotelera estaba en pie. El socialismo había sido “salvado”.
Una mañana del año 2000, luego de doce años de armados, los 34 cubículos, la cocina y el comedor fueron barridos con buldóceres que no dejaron piedra sobre piedra en el sitio, que aún permanece baldío.
Los hombres ya no regresaron a su provincia. Emigraron a otros oficios, aprovecharon los conocimientos adquiridos en la UNECA y los materiales y se salvaron construyendo habitáculos en cualquier barrio de La Habana, o compraron cuartos y los agrandaron, y mandaron a buscar a sus familias.
Veinticinco años después nadie los recuerda, ni le reconocen el mérito de “salvar el socialismo”. Tampoco habrá un monumento en Tercera y 70, que bien pudiera ser un casco de constructor, un pico y un caracol polímitas; Aunque dejaron en la ciudad una huella perdurable, los hoteles, que los sobrevivirán a ellos, al gobierno, y quién sabe si al propio socialismo.