LA HABANA, Cuba.- “Apenas me jubilé, comencé a trabajar con Lourdes. Somos amigas hace años. Su hija se fue y le pidió que buscara alguien de confianza”, me dice Gloria, de 80 años, profesora de biología retirada con una pensión de 240 pesos, que recibe 40 CUC mensuales por hacer las labores hogareñas y acompañar a Lourdes. No son pocos los ancianos que recurren a este método, financiado por sus hijos emigrados.
Con la llegada al poder del gobierno castrista el oficio de criada fue demonizado como un “rezago capitalista”. La nueva clase en el poder se apoderó de las propiedades de los ricos —casas, autos, etcétera— y también tenían sirvientas, solo que camufladas con uniformes verde olivo.
Con el objetivo de “rescatar” a las empleadas domésticas, la Federación de Mujeres Cubanas creó cursos de corte y costura y de chofer, y ofreció plazas en talleres de costura y manejando taxis y tractores. Así, aquellas que aprendieron a manejar los tractores italianos GM4 Goldoni, llamadas popularmente “picolinas”, eran famosas en el Cordón de La Habana. “Ellas son un pedazo del éxito de este plan agrícola que alimentará a los habitantes de la capital”, decía la propaganda gubernamental.
Pero no todas ellas se incorporaron al estudio, la agricultura, las fábricas, el transporte o las milicias. Hubo algunas como Onelia Fundora, que con 16 años vino a La Habana desde Pinar del Río a limpiar en una casa en La Víbora, y con el tiempo se ganó el afecto de la familia, que quiso llevársela con ellos. Pero Onelia no se fue por miedo. Dice que pudo quedarse en la casa porque el CDR (Comité de Defensa de la Revolución) la ayudó.
Se fue a trabajar a la fábrica de cigarros de Luyanó, pero por poco tiempo, porque tenía que hacer guardias y horas extras en la agricultura. Entonces se dedicó a lo que sabía: comenzó a lavar y planchar a domicilio, a escondidas del Comité y la Federación de Mujeres Cubanas, que no aprobaban que fuera criada.
En un caso similar estaba Eugenia, que iba dos días a la semana a casa de Loló, donde había sido cocinera, pero ahora a limpiar. Cuenta que Loló cerraba la casa para que los del CDR no la denunciaran. También limpiaba en otra casa. Eugenia nunca quiso trabajar para el gobierno, pues decía que en esos trabajos tenía que estar todo el día, y ella tenía una niña que atender.
Otras, como la abuela de Jorge, sí se fueron para los Estados Unidos con la familia con que trabajaban. Para ella fue una decisión difícil en aquel momento, pues no se permitía ninguna comunicación entre los que se iban y los que se quedaban, pero aun así se las arregló para ayudarlos. Me cuenta Jorge que cuando autorizaron las visitas de la comunidad cubana en EE.UU., su abuela pudo venir en diciembre y trajo muchas cosas para celebrar la Nochebuena. Luego regresaba todos los años en la misma fecha.
Ha pasado el tiempo y por mucho que el gobierno revolucionario trató de prohibir este oficio y presentarlo como una forma de explotación de la burguesía, en nuestros días este es uno de los empleos más generalizados. Hoy vemos cómo personas de todas las edades y de ambos sexos lo practican, no solo por ser una buena fuente de ingresos, sino también por las facilidades que permite en cuanto a horarios. Lo que sí ha cambiado es la forma de nombrarlos. Hoy escuchamos decir “la muchacha que limpia”, “la señora que me ayuda en la casa”, “el que me hace los mandados”, etcétera.
Hace unos días, una vecina me comentaba que le pagaban 10 CUC semanales por limpiar y cocinar un día a la semana en la casa de un piloto. “Este trabajo es bueno. No tengo horario fijo ni tengo nada que ver con el gobierno. Si sabes de alguna otra casa para limpiar, avísame”. Le pregunté si sabía que para este trabajo necesita una licencia, y molesta, me respondió: “Hay que pagar 30 pesos, ya lo sé, pero no me da la gana de que me tengan controlada”.