LA HABANA, Cuba.- Mis vecinos Osvaldo y Walkiria son dos ancianos que viven con su único hijo, Osvaldito, un técnico electricista. Osvaldo tiene 92 años, y Walkiria, 81.
Hace seis años ella se fracturó la cadera. Fue operada exitosamente pero, por miedo, no volvió a caminar. Cierto día le pregunté a Osvaldo si ella recibió alguna asistencia médica especializada para ayudarla a vencer el trauma. Me respondió, encogiendo los hombros con una mueca de disgusto y una señal de dinero. Durante estos años, padre e hijo compartieron la atención a la anciana y los quehaceres del hogar. Osvaldito era el principal sustento de la familia, pues la pensión del padre, de 240 pesos, como bien se puede entender no alcanza para nada.
Así fue, hasta que hace un par de meses a Osvaldo se le presentó un dolor fuerte y constante en el vientre. Después de mucho ir y venir por centros asistenciales, le diagnosticaron un cáncer de recto.
Ahora bien, los cubanos que no pertenecemos a la cúpula o no somos acólitos influyentes del gobierno, o extranjeros de la cofradía comunista, cuando padecemos alguna enfermedad en fase terminal no somos hospitalizados sino abandonados a morir en nuestras casas, a merced de los médicos de la familia y los cuerpos de guardia.
Nuestros gobernantes arguyen que un enfermo internado ocasiona un gran gasto para el Estado, pero cabría preguntarse por concepto de qué: los colchones se caen de viejos, impregnados de inmundicias y desechos humanos. El jabón, las sábanas, almohadas, fundas, pijamas, toallas, ventiladores, cubos y demás provisiones los trae cada paciente o sus familiares. El agua está limitada (cuando hay) a unas pocas horas diarias. La comida de los enfermos es escasa y en ocasiones intragable, y la de los acompañantes deben procurársela ellos mismos. Al personal (especialistas y auxiliares) se le paga por horas, no por paciente ni por desempeño. Este último, dicho sea de paso, frecuentemente deja mucho que desear.
La Constitución cubana, en su artículo siete, versa sobre los “derechos, deberes y garantías fundamentales”. En el artículo 50 expresa: “Todos tienen derecho a que se atienda y proteja su salud. El Estado garantiza este derecho (…) con la prestación de la asistencia médica y hospitalaria gratuita”.
Le pregunté sobre la atención médica a una parienta de Osvaldito que viene a ayudarlo siempre que puede, y me respondió: “Aquí no ha venido nadie”.
Según vemos en la prensa, los médicos cubanos son muy buenos como internacionalistas. Para visitar a sus pacientes suben montañas, cruzan ríos crecidos, lo mismo en balsa que en mulos. Pero en Cuba, les cuesta cruzar la calle o caminar un par de cuadras.
Otra gran tragedia que actualmente enfrenta Osvaldito es la escasez de dinero, pues fue despedido a causa de la enfermedad de su padre. Me comentó que tenía varias ausencias debido a que con frecuencia debe cargarlo hasta el policlínico o llevarlo al hospital. En los primeros días, el jefe le advirtió que tratara de resolver la situación. Pero como esto fue imposible, lo botó porque le estaba causando ausentismo.
Cuenta el joven que él intentó resolver: algunos vecinos le sugirieron que acudiera a la Seguridad Social del municipio, y así lo hizo. Pero la técnica que lo atendió le dijo que si él no viviera con sus padres, entonces sí le podrían designar una mujer que los cuidara. También trató de pagar este servicio, pero está fuera del alcance de su bolsillo, pues la persona que menos le cobraba, le pidió 40 CUC al mes.
Hace un par de días llevó al padre al cuerpo de guardia de la Dependiente, deshidratado, con el vientre inflamado y sin poder orinar. Dentro de toda su tragedia, encontraron consuelo en un médico joven que, contra las disposiciones oficiales se atrevió a ingresarlo por unas horas para hidratarlo.
El día de los padres, un vecino que lo ayuda en lo posible le preguntó al muchacho por el enfermo. Osvaldito lo invitó a entrar para que lo felicitara. Cuando llegó al cuarto y vio a Osvaldo agonizando junto a Walkiria, perdido entre las sábanas, seco de flaco, recordó cuando su madre se estaba muriendo de cáncer de pulmón en la misma cama que compartía con su papá, y aquello lo desgarró. Osvaldo es un anciano muy simpático y servicial, educado, afable, respetuoso y muy querido entre los vecinos. Por eso ahora tantos lo ayudan.
Pero a pesar de la solidaridad de los vecinos, cuando le pregunto a Osvaldito por sus padres y me relata los pormenores de la enfermedad, percibo en sus palabras un tono de desamparo que desgraciadamente no es solo su impresión, sino el producto de la indefensión a que se ven condenados estos enfermos que no cuentan con la atención médica imprescindible para poder morir tranquilos, cuando lo único que queda por hacer es mantenerlos lo más cómodos posible.