LA HABANA, Cuba – La Villa de San Cristóbal acaba de cumplir 497 años de fundada y la inmensa mayoría de sus pobladores no se dio por enterada. Vivir la Habana cuesta, y la vieja villa, desde que los mapas cambiaron de color, ha experimentado diversos cambios.
La Habana de ahora mismo está marcada por nuevas narrativas. Es una ciudad donde uno de sus nuevos lujos es vestirse de rosa. En la misma se imponen nuevas etiquetas y fronteras sociales, verticales gráficas políticas y plurales textos marginales. Las paredes de la Habana no solo escuchan, sino que también miran y son testigos de interminables y anónimos barrios que se levantan al sur de la ciudad. La Habana Sur es parte del tablero de la ciudad, el patio trasero de varios enclaves que no dejan de crecer hacia adentro, lo cual tampoco se registra en los planos ni en las maquetas del Plan Maestro de la Oficina del Historiador de la Ciudad.
Un segmento de La Habana de hoy se presenta hostil. Basta penetrar sus particulares patios interiores para darse cuenta de la pobreza que habitan múltiples barrios de azabache en los que la gente enfrenta la vida con coraje. No hay sitio de la ciudad que no esté dibujado por el dolor o la indiferencia, pero ella cómodamente abre sus piernas al forastero.
En La Habana femenina y húmeda se respira la inconformidad, pero la gente pide cosas en silencio. Los blancos viejos y los negros viejos después de tanto sacrificio al final de sus vidas se la están viendo difícil para ganarse un peso. Alguno intenta sobrevivir vendiendo sus recuerdos o su ropa más íntima. La chusmería revolucionaria y la cultura de la chancleta no dejan de ganar terreno.
Viejos repartos como el Vedado tiemblan entre el ruido y el polvo. La indiferencia oficial hacia la arquitectura republicana permitió que grandes edificios como el Alaska o el Hotel Trotcha hoy no existan. La misma suerte pudieran correr otros emblemáticos dentro de la ciudad, como el del Retiro Médico o el López Serrano. El ecosistema de esta ciudad ha estado permanentemente bombardeado por el movimiento sísmico del castrismo.
Ya en los tradicionales barrios habaneros de Jesús María, Los Sitios, Belén, Pueblo Nuevo, la Cueva del Humo o Pogolotti no se escucha la vieja escuela de la rumba. Ya casi nadie habla con orgullo de rumberos y rumberas como El Chori, Alambre, Aspirina, Carlos Embale, Chano Pozo, Blanquita Amaro, Eugenio Arango, Totico, Cristobalina Arrieta, Papa Montero, Miguelina Baro, Carmen Curbelo, Los Chinitos de la Corea, Juan Alberto Dreke (El Cueva) o Alicia Parlá Mariana, quien con su sanduga llevó la rumba a Montecarlo y París y hasta le dio lecciones a Eduardo, Príncipe de Gales.
Es una ciudad vestida por una galería de personajes que ya no existen pero que muchos recuerdan, como el Caballero de París o Isabel Veitía y Armenteros –conocida popularmente como “La Marquesa”–, una negra mitómana que presumía ser una garzona irresistible, la reina bizarra de los bares y cantinas de la ciudad, que no llevó en sus venas una gota de sangre azul pero era más real que los reales.
Otros fantasmas que la habitan son Bigote Gato, Don Antonio Álvarez, o “Valeriano I Su Majestad Emperador del Mundo”, un negro viejo y andrajoso siempre vestido de militar y lleno de medallas que fue nuestro primer estadista en las calles, Amelia Goyri “La Milagrosa”, Armandito el Tintorero –un fanático del béisbol–, Doña Catalina Lasa, entre otros notables patricios.
En su galería viven otros personajes como Yarini, María Antonia, Santa Camila de la Habana Vieja, Iluminada Pacheco, Calixta Comité, Lagarto Pisa Bonito y Emelina Cundiamor
Pero La Habana es también la ciudad letrada y musical habitada por Dulce María Loynaz, la hija del general; Carlos Montenegro, Lidia Cabrera, Bola de Nieve, Reinaldo Arenas, Cabrera Infante, Alberto Pedro, Ernesto Lecuona, Eliseo Alberto, Titón, Celia Cruz. También por Abilio Estévez, un habanero de las distancias, Eugenio Hernández Espinosa, Wendy Guerra, Fernando Pérez y Carlos Acosta. Cada uno ha sabido colocar La Habana en el mapa.
Entre las cosas que no le ha podido ser arrebatada es que continúa saturada por la conversación, es una ciudad de múltiples altares y de sábanas blancas que siempre bendice las aguas del regreso. Es santera, ciudad bruja en la cual son notables las diferencias por su estratificación, pero lo mismo en el barrio de Belén, en Nuevo Vedado o Miramar se hace brujería. Negros brujos y blancos brujos en cualquiera de las cuatro esquinas de la ciudad o bajo una ceiba dejan una ofrenda o un sospechoso paquete que a cualquiera le provoca un susto. Los girasoles, los príncipes negros, la lengua de vaca, el rodar un coco, la cascarilla, el olor a albahaca y el aroma de siete potencias son fetiches de esta ciudad.
Mi Habana es la tumba de la pureza, es negritud, pero también es blancura pues es el templo de un sabroso mestizaje difícil de encontrar en otras partes. Es también la casa-templo de diversas tribus urbanas (emos, freakies, leñadores, vampiros, repas, babalawos, musulmanes, rastafaris y pingueros). Es también el hábitat de mendigos, negros dementes, buzos, chicos que se visten de Prada y de hombres verdes que florecen por toda la ciudad.
A pesar de la tormenta la Habana es una ciudad que invita a ser caminada, pero merece del buen gusto para vivir.