HARVARD, Estados Unidos.- En el 2019, la capital cubana estará cumpliendo sus 500 años de existencia, pero a muchísimos de sus habitantes no le asiste ningún motivo para celebrar.
Y es que los remozamientos liderados por el Historiador de la Ciudad, Eusebio Leal, nunca llegan a las cuarterías y los edificios, colonizados por las grietas, las goteras, el hacinamiento, las moscas y el jaleo entre vecinos a causas de disímiles motivos asociados a un modelo de vida, cuyas características son la zozobra, el hambre y las desesperanzas.
La Habana profunda, la de las ruinas por doquier, las calles con sus baches llenos de aguas negras, los basurales en las esquinas y las tarimas cochambrosas de los mercados es la ciudad que quieren ocultar los funcionarios dedicados a mantener la vigencia de un discurso que ensalza un programa constructivo y de restauración limitado a las áreas que resulten atractivas para los visitantes foráneos.
Cada obra concluida bajo los auspicios de estas iniciativas representa una extensión de las agonías para los eternos moradores de los tugurios que hay en todos los barrios capitalinos, donde el baño es colectivo y el agua llega a los grifos por casualidad.
Salir a buscarla en barrios adyacentes llevando consigo una retahíla de chirimbolos es un mandato para cientos de familias que ya ni se acuerdan la última vez que disfrutaron del servicio.
En los alrededores del casco histórico de la urbe donde se erigen decenas de hoteles y cafetines para el turismo internacional, la marginalidad es un fenómeno hereditario y por ende parte de una cultura, asimilada por un número significativo de este tipo de personas, como escenas de arte exótico.
Una sesión de fotografías delante de uno de esos cuchitriles junto a sus ocupantes mugrientos, enclenques y con los sobacos oliendo a zorrillo enojado, es una escena que se repite y que en alguna medida ayuda a congelar las posibilidades de solución.
La miseria de los cubanos se toma a menudo como algo simpático, original, tan criollo como el mojito, la fritura de malanga, el sombrero de guano y la guayabera.
El aumento exponencial de la indigencia a nivel nacional muestra la atrofia de un modelo socioeconómico basado en el centralismo, la ideologización a ultranza y la búsqueda de una igualdad social que termina reproduciendo los márgenes de pobreza.
Eusebio Leal puede decir lo que le venga en ganas o lo que le dicen que diga en relación al embellecimiento de La Habana en cada uno de sus aniversarios, pero nada de eso es suficiente para ocultar el verdadero estado de una metrópoli que literalmente se derrumba a un ritmo asombroso.
Como mismo caen los inmuebles a causa de la erosión y la falta de mantenimiento, caen las ilusiones de escapar de un entorno que conduce al alcoholismo, a la locura y el suicidio.
Los cinco siglos de la capital pasarán con muchas penas y sin glorias entre la gente que sobrevive entre consignas patrióticas, escaseces de todo tipo y también a expensas de morir aplastado por el repentino desplome del techo o el colapso de las paredes.
Para los moradores de La Escalera, Indaya, La Güinera, El Hueco, La Jata, La Timba, Cambute y El Fanguito, la noticia, si es que se enteran, le importaría un bledo.
Ellos son los olvidados de siempre que malviven en los asentamientos informales levantados en la periferia de La Habana.
Quizás sean los capitalinos que están más familiarizados con los códigos de la miseria llevada a los extremos.
Allí, no hay celebración que valga y menos por una ciudad que le es tan ajena.
La misma que Eusebio Leal glorifica con su habitual elocuencia.