LA HABANA, Cuba -Casi siempre me cuestiono cuándo terminará su absurda saga la bodega de barrio cubana, donde el pueblo siempre acudió a comprar sus alimentos; ¿por qué no dejamos atrás ese lugar conectado al submundo, a lo viejo? Su decoración sigue siendo completamente innecesaria: los pomitos plásticos (de agua natural de la tienda), llenos de frijoles, de arroz, de azúcar: melaza mulata, impura apariencia; poquitos de todo. Las muestras reflejan lo que se vende, lo actual.
La sal se empaca en bolsitas de nylon; es sal de importación, claro, la nuestra se nos va de las manos, ya la hemos perdido… También hay un aceite de amarillo intenso, como de máquina de coser. Están las cajetillas de cigarros criollos con sus respectivas cajitas de fósforos, que en sus variados diseños nos muestran eventos políticos, propagandas, y hasta funcionan como promoción para el turismo, con fotos de hermosos paisajes y lugares turísticos en el país.
Hubo una época en que encender un fósforo era casi una tarea de magia: los frotabas y largaban la cabecita, que ardiendo se quedada entre los dedos, quemándolos. Y entonces, cuando alguno se salvaba y lograbas encender la hornilla del gas, gritabas de júbilo: ¡al fin!
Sacos de plástico llenan el piso –los antiguos sacos de fibra de yute desaparecieron, como los dinosaurios–; dentro de ellos se guarda el grueso de la mercancía para la venta, los productos para alimentar a toda una población, o al menos la cuarta parte de su reducido estómago.
El café viene en papel de regalo. Esa otra mezcla milagrosa, con el chícharo, que hace explotar las cafeteras, cual si fueran artefactos de algún alquimista o inventor chiflado.
Existe un departamento, o un espacio que se llama carnicería, lo que no hace honor a su nombre. Se despacha el pollo, cuando hace su aparición, siempre tardía. Las postas congeladas en grasa sólida: rendición al colesterol, a la muerte del apetito. La fuente es vaciada completamente. En ocasiones viene media libra de pollo por pescado (al pescado hace mucho que no le vemos ni la cola); así que de una posta grande, pueden comer hasta tres personas, una porción por persona, o quizás sirva para un arroz amarillo salpicado de pollo, y alimente a toda una familia.
Venden el pan de ayer con el de hoy. Los dos juntos nos ayudan a tener un mal estómago, un estercolero. La harina compacta lo hace de una dureza parecida al ladrillo, que serviría para hacer un muro con unos cientos de ellos. Para poder comerse un pan de éstos hay que someterlo a un tratamiento especial: mojar en aceite una sartén, cortarlo en rebanadas, someterlo a un fuego lento…, y cuando esté más o menos esponjoso, sacarlo y untarle mantequilla, mayonesa, miel, o lo que tengas, para engañar al paladar, que no se acostumbra a la masa seca, como estopa, que no hace más que maltratar los dientes, la garganta, el esófago y todos los conductos por donde baja.
Una vez al menos, en el mes, los huevos son el salvamento de las bocas desahuciadas, y nutren invariablemente. Nos acompañan en el almuerzo y en la cena, con disímiles variaciones, igual que un concertista con su instrumento. Y hay algunas sorpresas con uno que otro; al romperlo, la yema sale diluida, como si su progenitora, la gallina, padeciera de anemia. Pero en este caso ese se usará en una tortilla o revoltillo, nada más práctico.
Cuelgan de las paredes extraños afiches o restos de capas de pinturas desmembradas que el tiempo olvidó, en otro recoveco del tiempo. Vigas de hierro oxidadas se ven. Puntal altísimo, arquitectura del siglo anterior, pero en mal estado. Se divisa un falso techo, algo pringoso, que oscila cuando hay viento fuerte.
La gente que viene a la bodega es algo peculiar, siempre pregunta lo mismo: ¿entró algo nuevo?