LA HABANA, Cuba.- La bahía de Buena Vista es un espacio natural “protegido”. En 2000 fue declarado Reserva de la Biosfera por la Unesco y en 2002 se adhirió al Convenio de Ramsar. Forma parte acuosa del archipiélago Sabana-Camagüey, compartida entre las provincias de Villa Clara y Sancti Spíritus mayormente, y exhibe, no obstante esas lisonjas, una polución cretina y ascendente en salíferos y márgenes, viales o inviables, como otras muchas fuentes biodiversas del país que son también reservorio mundial.
El peso específico del agua salada —química pura— permite demostrar tal aserción con las acumulaciones visibles de materias podridas, más los olores peculiares que continuamente ofrece en purga.
Uno vacila si no se hartará un mal día mamá natura de tanto reciclar cantidades industriales de excrecencia derramada y decida dejar morir toda especie que de sus bondades dependa.
Los habitantes de las periferias ya están habituados a nada extraordinario percibir en el entorno hostil, excepto que un monstruo prehistórico emerja, consecuencia de algún movimiento telúrico. Porque a pesar de advertencias médicas y experiencias dermatológicas, siguen zambulléndose en estas aguas negras sin mucho escrúpulo.
La zona aparece circunscrita —según el Atlas que la Academia de las Ciencias de la URSS regaló al susodicho en 1971— como hospedera del mayor y único epicentro que tuvo lugar jamás en toda la costa norte de la isla: 8,50 grados en la escala Richter.
Eso equivaldría a entender por qué esta bahía inspira peligro a pesar de su escaso calado, entre un cayerío hoy superpoblado de hoteles y playas traslúcidas (hasta hace poco vírgenes que no se enteran de la cagazón que tienen detrás), y una costa churrosa a más no poder. Como “áreas geográficas con humedales” en extinción es que se les clasifica.
El maltrato añadido engrandece el peligro
La labor perjudicial de nuevas construcciones “primermundistas” —inminentes campos de golf, por ejemplo, que acabarán con la disponibilidad del agua—, instituye impúdica burla a los ecologistas, pues una planta potabilizadora recién es que se instala en el área, tras 20 años de extenuación del manto freático adjunto al emponzoñamiento paulatino de sus afluentes acuíferos.
Los complejos agroindustriales (Chiquitico Fabregat, Heriberto Duquezne, etc.) que aún tributan a sus ríos (porque otros como el Marcelo Salado entró en recesión cuando el desmantelamiento azucarero acaecido en los años 90), descargan los residuos de la producción y destilación de alcoholes, además de las aguas albañales que generan las poblaciones de bateyes y caseríos asentados en el recorrido fluvial hacia los mares cercanos. Las industrias tenera, química y sidero-mecánica también dan lo suyo.
El río Guaní, el Reforma, el Jiquibú, y otros arroyos apegostrados de cachaza desde aquellos sitios altos arrastran la porquería varios kilómetros mar adentro. Van, desde la seca hasta las torrenciales lluvias, aportando al desastre que han ocasionado hombres y animales al ecosistema, porque en ellos evacuan, mutan y anidan multitud de gérmenes y parásitos, roedores perniciosos y alimañas poco beneficiosas.
Las lagunas de oxidación construidas en los nuevos repartos militares han sido mal calculadas y hoy ayudan a polucionar la orilla al desbordarse. Si las zonas anegadas ya causan conmoción vecinal, cuando el verano arrecie la cosa empeorará.
Las casas construidas a la vera de cualquier charco carecían de fosas comunes para albergar la mierda. Y los complejos e instalaciones socioeconómicas o de recreo del pasado siglo que todavía hoy funcionan en municipios grandes como Caibarién, Yaguajay y demás costeros, también ignoraron las ingenierías hidráulica y sanitaria. Pon tanto, el entramado albañal ha sido desiderátum de la sandez y la abulia.
La zona, sin embargo, ha sido privilegiada con un subsuelo rico en ríos subterráneos y pozos de grande aforo, pero el uso indiscriminado más el sobredimensionamiento de sus aljibes en épocas cruciales del año han terminado por reventarle la capacidad de abasto.
Las zanjas públicas y las alcantarillas de los poblados que desembocan en la bahía cochina, no solo arrastran aguas fluviales ácidas, larvas de insectos y clarias amerizadas, sino que esconden las cárcavas de traspatios que alivian detritus barranca abajo.
Y cuando hace calor, se multiplican enfermedades, engordan mosquitos y devienen las calles mal tratadas y peor atendidas por la aséptica dirección de Comunales, desbordadas e intransitables.
Entrevistados trabajadores y habitantes de las zonas (porque los directivos/responsables no emiten palabra inteligible, por razón obvia), la mayoría desconoce que debajo de sus recintos, centros laborales y demás instalaciones sociales o culturales, unas madejas de tubos llevan al lecho marino su carga mortífera.
De niño, recuerdo que apodaban a toda la pesca —obtenida de la bahía donde crecí y que se extraía birlando las prohibiciones—, como “chopas mojoneras”. Y el asco afloraba, naturalmente, pues los puestos de minutas y fritas se nutrían de esas inciertas capturas.
Ahora que las prohibiciones han puesto a la pesca de cabotaje al borde de la quiebra, no demuestran otra cosa que el propósito de priorizar un paisaje “virgen” para la industria turística, “preservando los fondos marinos al liquidar el arrastre de pesca que emplea tarrayas y nasas, entre otras artes paupérrimas”. Queda claro que la afectación a la salud o la alimentación de potenciales consumidores está exenta de cualquier prerrogativa.
Y la gente aquí, como en toda Cuba, sobrevive y sobrevivirá por los siglos de los siglos de la caza furtiva y tragando peces como estén. Aunque hayan digerido el azogue del termómetro que ellos mismos botaron inconscientes cuando terminó la fiebre, como si otra “perla de la mora” fuera.
Los biólogos que no accedieron a dar índices de la flagrante inmundicia, ni de planes de limpieza inmediatos o estudios medioambientales, mostraron un arrumaco de espanto ante las preguntas de este indagador, enfático en cuestiones que nadie suele averiguar. Saben que, de hablar demasiado, se les acaba el sostén (que por supuesto, incluye al pescado que reciben desigualadamente).
La prensa no ha cubierto un tema que incrimine a las autoridades en sus espacios noticiosos o informativos, y se intuye que no lo hará jamás porque hacerlo la pondría en peligro mayor que las toxicidades de esta bahía.
A menos que estalle un escándalo ecológico de menores dimensiones del que ya existe, o algún turista extranjero/dirigente de vacaciones muera ahogado de súbita albañalidad, o se quede ciego al chocar —en tan preclaras inmersiones— con una mole fósil de caca petrificada.