LA HABANA, Cuba.- La semana pasada, Alberto, un jubilado que cobra 270 pesos de pensión, le compró a su esposa una lavadora y un ventilador. Los que lo conocemos sabemos que, aunque hace guardia de noche en una cafetería, ni con eso le alcanza para tales gastos. Efectivamente, al preguntarle a su hijo, este me respondió: “Eso fue que ligó un parlé”.
A pesar de que la bolita está prohibida, aunque ya no se persigue como en épocas pasadas, hoy el saludo mañanero es: “¿Qué número salió?” Lo mismo en la calle que en la bodega o el mercado, parecería que ya los juegos de azar hubieran dejado el mundo de la clandestinidad.
Los números por los que se rige la bolita se reciben por radio desde La Florida a las 7:00 p.m. Son pocas las personas que tienen acceso a la emisora, es por eso que la información se transmite de boca en boca.
Al poco tiempo de tomar el poder, Fidel Castro eliminó la lotería nacional y prohibió todos los juegos de azar. Sin embargo, pese a que se perseguía y encarcelaba a quienes lo practicaban, el juego no se acabó, y aún hoy es exagerada la pasión de los cubanos por él.
También fue prohibido el bingo, uno de los juegos de azar más populares en Cuba. Se jugaba casi siempre en familia, y se le llamaba lotería. Era muy divertido, sobre todo para los pequeños de la casa.
El juego, como sana diversión, formaba parte de nuestra cultura, pues jugaba el pobre y el rico. Dentro del folclor de los pregones no faltaba el vendedor de billetes, que iba anunciando los números con su gracia personal.
Antes de 1959, en Cuba se jugaba la Lotería Nacional. El dinero recaudado era utilizado fundamentalmente para casas de beneficencia. Los sábados al mediodía, los niños de esa institución cantaban los números a través de los medios. El premio mayor era de cien mil pesos por cada billete. Había billeterías y vidrieras de apuntaciones en cualquier lugar. Era famosa la de la manzana de Reina y Águila, toda llena de vidrieras que, aunque pequeñas, siempre tenían el número deseado. Cuando el gobierno prohibió el juego, todo aquello lo demolieron y lo convirtieron en parqueo. Hoy no escapa al abandono gubernamental. Hay algunas paradas de ómnibus cuyos recorridos comienzan en el lugar, y las colas son a pleno sol, lluvia y sereno.
Para los que no gustaban de la lotería nacional, también se jugaba, entre otros, la bolita china, que era diaria, y como la lista era del 1 al 31, las personas tenían más posibilidades de ganar. Se jugaba con la ilusión de probar suerte, y algunos lo lograban, como Santiago Wong, que cada semana compraba un billete de la lotería nacional, hasta que un día se sacó el premio mayor. Y aunque nunca dijo cuánto dinero había ganado, amplió su puesto de viandas y puso una heladería de frutas naturales. También compró algunos muebles para su casa. Pero al pobre hombre le quitaron su próspero negocio cuando la ofensiva revolucionaria.
A pesar de las prohibiciones, las familias que jugaban lotería lo siguieron haciendo, ahora con precaución y miedo. Un amigo me contó una anécdota muy graciosa: Resulta que cierta noche de apagón, cuando era pequeño, algunos familiares y amigos, ancianos en su mayoría, se pusieron a jugar bingo a la luz de las velas para matar el tiempo. Cuando más entusiasmados estaban, una de las muchachas de la casa, que sentada en el portal esperaba a un pretendiente, vio parquearse una perseguidora y corrió ligera a avisarles. Aquellos viejos salieron disparados, y con inaudita agilidad saltaron ventanas, muros y cercas, y hasta hubo quien se escondió debajo de algún mueble. Y lo más lindo es que a ninguno se le ocurrió recoger el tablero y las fichas del bingo, que eran en definitiva la “prueba del delito”. Pasado el susto, que casi los mata, por poco se mueren de la risa: la perseguidora había venido a traer nada menos que al enamorado de la joven, que era policía.
Pues bien, criminalizar el juego con el transcurso de los años no trajo aparejado otra cosa sino la pérdida de valores éticos en la sociedad, pues los hijos se habituaron a ver a los padres jugar al gato y el ratón con la Policía.
Lo cierto es que el juego no parece destinado a desaparecer, pues como me dijo un muchacho, “la gente acude a eso porque saben que del Estado no pueden esperar nada, y así al menos tienen una ilusión, una esperanza de mejora”.