LA HABANA, Cuba. – En la Mesa Redonda del martes 15 de mayo, Betsy Díaz Velázquez, titular del Ministerio de Comercio Interior (MINCIN), puntualizó que la política del gobierno no es aumentar las regulaciones para la venta de productos alimenticios, sino tomar medidas emergentes temporales en aras de ordenar su distribución y comercialización. Con estas declaraciones todo hacía creer que el objetivo fundamental de las regulaciones era lograr una distribución equitativa de los alimentos para proteger a los de menos recursos y posibilidades.
Uno de los primeros productos que a partir el 24 de mayo comenzaría a venderse era el pescado, que, con el rimbombante nombrecito de “producto liberado controlado por la libreta”, fue anunciado en la distribución semanal que publica el Tribuna de la Habana. Los vecinos se alegraron, sobre todo los más viejos, que añoraban comer “pescado de verdad” como me dijo Jorge, uno de ellos. Esta esperada venta trajo muchos y diversos comentarios, pero cuando comenzó (en la última semana de mayo) provocó un hervidero: la población estaba perpleja y molesta, no sólo por el precio de la libra (20 pesos) sino porque además fue vendido con cabeza y ventrecha y con un buen tiempo de congelación, además de la poca cantidad de ejemplares por núcleo.
Además, como en ocasiones anteriores (así ocurrió con los cigarros, el arroz, el azúcar y otros rubros), el precio de este jurel es cercano al de la bolsa negra cuando se puede comprar en la carnicería (el de las dietas) a 25 pesos, una cifra incosteable para la mayoría de la población. Con esto se puso de manifiesto que el supuesto objetivo de la medida de propiciar una “distribución justa y racional” no se cumple si al momento de poner los precios no se toma en cuenta a los sectores más vulnerables como pensionados, enfermos y niños, así como a las capas más pobres de la sociedad.
Al respecto protestaba un vecino: “No lo compré porque es un descaro que el gobierno se esté también aprovechando de la situación para vendernos el pescado a precio de bolsa negra”. A lo que otro confirmó: “Yo no pienso gastarme mi pensión en un pescado”. Y es que hubo ejemplares de 50, 70 y hasta 120 pesos. A quienes no les alcanzaba el dinero pedían los más pequeños, pero aún así hubo quien no pudo comprar, aunque algunos de ellos, gracias a la solidaridad de otros, sí pudieron. Así vi el caso de una anciana jubilada: cuando el carnicero le pesó uno pequeño, como ella le pidió, costaba 45 pesos. La señora, con pesar, le dijo: “No me alcanza”, y le mostró 20 pesos, que era todo lo que tenía. Al ver eso, otra vecina, que recibe ayuda de su hijo en el extranjero, le completó lo que le faltaba.
Esta modalidad de venta ha dejado una sensación desagradable en el barrio. La población se ha sentido más desvalida y se ha puesto de manifiesto que de una forma u otra, los que tienen dinero son los que comen.
De los comentarios que escuché llegué a la conclusión de que el cubano de a pie empieza a reconocer su derecho a disfrutar de los recursos que ofrece el mar que rodea nuestro archipiélago, así como a sentirse en desacuerdo con que los comunistas, que se han hecho dueños absolutos de este país, los exporten todos para su beneficio.