LA HABANA, Cuba.- Conocí a Manuel Granados (1930-1998) de oídas, en La Casa de los Mil Colores, Loma del chivo, Guantánamo, durante una tertulia literaria clandestina llamada “El Mará”, que reunía a poetas, escritores, pintores, músicos y bailarines, quienes debatían con aires de perestroika la situación cubana entre declamaciones de poemas, lecturas de cuentos o presentaciones de sus pinturas.
Situada en la calle José Antonio Saco, entre Jesús del Sol y Narciso López, La Casa de los Mil Colores era muy vieja y de madera, con altos puntales y pocos muebles. Albergaba a aquellos disidentes que aún no sabían que lo eran, pero que criticaban fuertemente el entorno social que había derivado de aquel Periodo Especial que, como pesada roca, caía sobre la Isla aquel 1991 en que la economía cubana tocó fondo y, con ella, los preceptos y las actitudes.
En “El Mará” se mencionaba frecuentemente a Manuel Granados por su novela Adire y el tiempo roto, premio Casa de las Américas 1966, de corte contestatario y muy polémico al igual que los libros Fuera de Juego, de Heberto Padilla, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, y Condenados de Condado, de Norberto Fuentes, todos satanizados por los comisarios políticos de la cultura que, en nombre del comunismo, espada en mano, cortaban cabezas.
Luego conocí personalmente a Manuel Granados, cuando fue presidente del jurado del Concurso de Cuento “Regino Boti”, en febrero de 1991, invitado por la Fundación que lleva su nombre. Después de concluida la entrega del premio, invité a Granados para que conociera el arte no oficial de Guantánamo, La Casa de los Mil Colores. Quedó impresionado al descubrir todo lo que encerraban aquellas paredes centenarias, accesorias con La Tumba Francesa, Patrimonio Nacional. Y con su tono siempre bajo y culto nos dijo, “muchachos, con ustedes la cultura está preservada”.
Dos meses después, Manolo Granados, con su mismo tono siempre bajo y culto, dio un salto a la posteridad al firmar junto a otros intelectuales cubanos la “Carta de los Diez”, donde pedía al gobierno conmiseración con el pueblo cubano para salvarlo de lo que se avecinaba.
Por esa carta, todos fueron marginados y vilipendiados. Algunos fueron a la cárcel u obligados al exilio, sus obras borradas de los anales y proscritas. Granados quedó relegado a su pequeño cuarto en La Lisa, junto a su madre, muy vieja y enferma, sobreviviendo ambos gracias a la reventa de tomate embotellado.
“A veces alguien me tira una cajetilla de cigarros por la ventana. No pregunto quién es, pero sé que es por solidaridad con mi causa”, me dijo cuándo lo volví a ver en su cuarto de La Lisa y me invitó a almorzar, mientras me permitía leer trozos de sus novelas inéditas, donde encontré la Fabulación de un hombre perdido en el verano de un bosque sin fin. Leí todo lo que pude hasta que se acabó la visita y me despedí.
Nunca más supe de él, hasta muchos años después, cuando su hijo Ignacio Granados publicó un poemario titulado Como león enjaulado, y en la presentación me mostró varias fotos del padre en Francia, donde se veía rejuvenecido y su rostro reflejaba la pérdida de la identidad, con su gorra de siempre, junto a varios libros suyos publicados en editoriales francesas.
Aquel día, con el hijo de Granados, mientras me anunció que pronto se reuniría con su padre en París, me confesó que al fin iba a vivir fuera el infierno castrista, que tanto él, como su padre, no habían tenido suerte en Cuba.
Manuel Granados murió en Francia, donde se han publicado tres de sus últimas novelas. Su obra continúa marginada en Cuba, como lo estuvo siempre. Nadie duda del por qué: Granados era negro, pobre y gay.