LA HABANA, Cuba.- Tengo un amigo que escribió una novela que recuerda la narrativa de Pedro Juan Gutiérrez, pero nunca ha querido intentar siquiera publicarla. La encabezó con una cita de D. H. Lawrence: “Nuestra farsa será un fracaso; nuestra civilización se derrumba. Está cayendo por un pozo sin fondo a lo más profundo del abismo. ¡Y creedme, el único puente para cruzar el abismo es el falo!” Es obvio que este epígrafe pudiera abrir también la mayor parte de los relatos del cronista de Centro Habana.
Y aun introducir la película El rey de La Habana, producción hispano-dominicana de 2015 basada en su novela homónima y dirigida por el mallorquín Agustí Villaronga, merecedora ya de importantes nominaciones y galardones. Yordanka Ariosa, que antes ha sido laureada por su notable trabajo como la coprotagonista Magda de la historia, hace poco ha ganado el premio a la Mejor Actriz en el Festival Internacional de Cine de Santander (Colombia).
Pero el filme desagrada al Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos (ICAIC) de igual modo que la novela desagrada al Instituto Cubano del Libro (ICL). Tanto es así que el ICAIC ni siquiera permitió el rodaje en La Habana y hubo que recurrir a locaciones en la República Dominicana, e incluso a intérpretes de ese país, lo que se deja sentir en el resultado final, aunque los actores cubanos —además de Ariosa: Maykol David Tortoló, Héctor Medina, Ileana Wilson, Chanel Terrero y Jazz Vila— llevan el mayor peso en la producción.
El rey de La Habana cuenta las vicisitudes de un adolescente, Reinaldo, que regresa a Centro Habana luego de años recluido en un correccional —acusado de un crimen que no cometió—, de cuya dura experiencia escapa para zambullirse en la jungla de la calle en los años noventa, aún más peligrosa que la del penal para menores. El hambre, el sexo, el delito y la violencia darán forma y contenido a su vida desde entonces.
Como Agustí Villaronga declaró en una entrevista que Cuba se había convertido en “el burdel de Europa”, el director del ICAIC, Roberto Smith, se olvidó de que, según Fidel Castro, este país tiene a las prostitutas “más cultas del mundo” y calificó aquella aseveración de “ofensa imperdonable”. Para Smith, el problema del filme es que no le interesa a esa institución, no que esté censurado, claro que no. Igual que con los libros Trilogía sucia de La Habana y El rey de La Habana: el ICL no los tiene ni remotamente censurados, pero, afirma el autor, “siempre me dicen que no es el momento todavía.”
En su versión cinematográfica de la novela, Villaronga, apela a su experiencia tanto en el séptimo arte como en la propia Habana, siempre comprometido con un cine poco convencional, con el relato fuerte —a veces tomado de la literatura española o de otros países—, incluso a contracorriente de crítica y público, aunque los reconocimientos no le han sido esquivos, pues su película Pan negro estuvo en la preselección para el Oscar a mejor película de habla no inglesa.
Por su parte, Pedro Juan Gutiérrez ha conseguido, gracias a su Ciclo de Centro Habana —al que pertenece esta novela llevada a la pantalla grande—, ser considerado un discípulo de Charles Bukowski y —exageradamente— de Henry Miller, pero él niega esa etiqueta, con bastante razón, acaso, no solo porque se defina como escritor interesado en “el lado humano de las cosas”, en “las zonas oscuras” que completan la dimensión humana.
Tal vez, antes que paradigma del “realismo sucio” vernáculo, este autor debiera ser visto más como nuestro máximo exponente del “realismo socialista” cubano, no en el sentido de Mirta Aguirre, Manuel Cofiño y la cofradía cultural estalinista, sino con un significado literal, visceral: una descripción muy arrimada del hombre y el socialismo en Cuba en su máximo esplendor, cuando alcanza su mayor transparencia y ya no queda duda de lo que es en esencia: cuando ya está agotada su abismal profundidad.
Gutiérrez y Villaronga son movidos aquí por lo que el escritor Enrique del Risco (Enrisco) llama “presentismo frenético”, refiriéndose a cierta literatura surgida del Período Especial como un vómito del alma, pero van mucho más allá que la media y nos entregan una privilegiada colección de peces abisales, de monstruos casi ciegos que usan raros cebos para cazar y se alimentan de detritus y también de otros habitantes del sumidero.
Cuenta el narrador, en Trilogía sucia de La Habana, que “yo me ganaba la vida haciendo un periodismo malsano y cobarde, lleno de concesiones, donde me censuraban todo, y eso me angustiaba porque cada día me sentía más como un mercenario miserable, con mi ración diaria de patadas por el culo”. Pero por fin decidió concentrarse en un tema que conocía muy bien, la pobreza, que “siempre es sórdida, escatológica, morbosa, aplastante y preocupante”.
Ese tema, dice Pedro Juan Gutiérrez, “no lo escogí yo: fue la pobreza la que me escogió a mí”. Pero el director del ICAIC emprende la fuga hacia adelante a lomos de una impenitente demagogia y asegura que “al margen de los medios, las declaraciones y las críticas, serán los públicos quienes decidan si el filme es una exploración artística de los ‘sin voz’ o un espectáculo morboso que explota el dolor ajeno”.
Esto de “dolor ajeno” es una joya de la honestidad y la precisión oficialistas.