LA HABANA, Cuba.- Más aún que otra película cubana, Leontina es otro síntoma del estado en que se halla el cine cubano. Ante la –supuesta– demanda de que el audiovisual debe radiografiar la realidad actual, sin renunciar a cierto nivel estético, hay creadores que escogen la fuga hacia adelante y perpetran una fábula “libertaria” totalmente descafeinada, con una puesta en escena tan barroca –complejo provinciano por excelencia– que parezca de un mundo no tercero.
Se trata además de un filme, producido por el Ministerio de Cultura y otros organismos oficiales, que pretende, obviamente, ponerse a la altura de ese otro cine nuestro sumergido, alternativo, que, en general sin complejos de inferioridad, realiza una búsqueda arriesgada en la forma a la vez que hace un serio cuestionamiento de los males que hunden nuestra sociedad.
Según el propio director, Rudy Mora –realizador de cine y televisión y con cargo en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC)–, su película anterior, Y, sin embargo…, es “un llamado a luchar por los sueños desde un viaje a la fantasía”, y con ella quiso “hacer un largometraje con una proyección universal, que conectara lo mismo con un iraní, que con un francés o un argentino”.
Leontina va por parecido camino, pues no se desarrolla en un lugar y un tiempo determinables, pero en verdad este presupuesto es otro de los boquetes que anegan el barco, o sea, que hacen que el público cubano se levante y abandone la sala, confundido y frustrado. Quizás en Irán o Francia tenga mejor suerte. En cuanto a Argentina, y por si acaso, Mora incluyó a un personaje argentino en la historia. Para no quedarse ahí, incluyó también a una niña haitiana.
En fin, todo a mayor gloria de esa “proyección universal”. Sin embargo, y eso lo debe saber muy bien este realizador audiovisual, es muy raro que una película abstracta se conecte con audiencias diversas y alejadas entre sí. El cine de Hollywood, que llega a dondequiera, casi nunca utiliza ese recurso. Y, en cuanto al cine cubano, parece que recurre a la indeterminación geográfica y temporal más bien para no irritar a los censores por la crítica política o social que pueda inferirse del argumento.
Para el director, no obstante, “la película es un canto a la libertad espiritual, una crítica a la rigidez, a la individualidad y al oportunismo”. Desgraciadamente, cuando la gente sale del cine, tanto a los diez minutos como al final, no da muestras de irse pensando en esos bellos propósitos. Leontina, en definitiva, no es para niños porque está a mil leguas de resultar divertida en el sentido sagrado de la palabra, y tampoco es para adultos porque parece una versión extensa y fallida de un capítulo de La sombrilla amarilla, aquel notable programa televisivo.
Si acaso, cuando más, al salir uno se pregunta muchas cosas. ¿Estaremos ante una especie de “cine de culto” por encargo? El subtítulo del filme, Quien juega quiere ganar, ¿se refiere a la historia que se cuenta o a la ilusión de los realizadores? Si el afán era lograr “una proyección universal” –o sea, mover el mundo– y Mora contaba con la palanca de poderosas instituciones oficiales, ¿por qué no se buscó un mejor punto de apoyo?, se preguntaría Arquímides.
Aun más: ¿Importa una pizca en qué se gasta el dinero público a través del Ministerio de Cultura y otros organismos gubernamentales? ¿O será que existe una confianza absoluta en el éxito de los productos audiovisuales de Rudy Mora, aun si el estilo es rimbombante y plomizo?
Como si así se consiguieran ciertas garantías de autencidad artística, son muchos los invitados de cierta nombradía que pasan por los sets de Leontina, algunos de los cuales son Arturo Montoto, Rosario Cárdenas, Gigantería, la Schola Cantorum Coralina o Edesio Alejandro.
Al cabo, estamos ante un largometraje que quiso parecer “contestatario”, pero no alcanzó; que quiso ser imaginativo, y tampoco. Si el que juega “quiere ganar”, acaso se trata solo de tener los medios para jugar juegos sin consecuencias: me regalo toda la visualidad que me da la gana, con tremendos sets, tremendos actores, tremendas imágenes, tremendos instantes. Si después es tremendo también el vacío de público, la razón está en la ingratitud de este, que solo se anima con sexo, violencia y lenguaje de adultos.
Tal vez el problema no radica en la dirección, ni es fallido el guion, ni el estilo bombástico es lo que resulta letal, sino que no hay una idea poderosa en las tripas de esa imaginería artificiosa, que no existe el menor intento de riesgo en todo el horizonte de la película, ni un solo milímetro de incorrección, ni la menor pulsión artística. Ni arte, al final, sino, por algunos instantes, ciertos destellos de inofensiva artesanía.
Si ya en la acera uno se sigue haciendo preguntas, llega hasta sospechar –por eso del beneficio de la duda–, que puede ser que Leontina es nada más que una cruel autoparodia, pero esa idea dura un segundo y da paso a otra, también extremista: ¿Y si no está hecha para niños ni para adultos, ni para ninguna audiencia imparcial, sino únicamente para los que se vieron involucrados en el proyecto, que acaso podrán verla con cierta complacencia?
Y si dejarlo a uno pensando sin cesar durante unos minutos es un mérito, entonces Leontina lo tiene, de igual modo que habrá la indudable consecuencia de que uno no acudirá inocentemente a la próxima entrega fílmica de este director, aunque resulte que conocía muy bien el gusto de iraníes, franceses y otras butacas del planeta y los hechizó con su proyector universal.