LA HABANA, Cuba.- Este 7 de diciembre se cumplen 119 años de la caída en combate de Antonio Maceo en las cercanías de La Habana, y yo supongo a cada medio de esta isla reseñando las luchas del Titán. Puedo imaginar el discurso que exalta la fortaleza del patriota y su carácter férreo. No faltará quien disponga hacer comentarios sobre la decisión de unirse a Carlos Manuel de Céspedes, acompañado por sus hermanos y con la venia de su madre, después del alzamiento en La Demajagua. Lo más seguro es que se escriba sobre el Pacto del Zanjón, de la Protesta de Baraguá y de la invasión desde Oriente hasta Occidente. Toda la iconografía del héroe será desempolvada; dentro de un óvalo, engalanada y recia, la figura del mambí. No faltará el daguerrotipo que muestre al hombre uniformado y presto a montar en su caballo. Veremos nuevamente esa obra de Menocal, el pintor mambí, que detalla la caída en combate del coloso. Habrá discursos y minutos de silencio en cada rinconcito de la isla. Estaremos de luto los cubanos por la caída en combate de Antonio Maceo. Eso ocurre cada año.
Pero hay algo que no se atreverá a mencionar ninguno de los diarios de esta isla, algo que será olvido voluntario para los noticieros de televisión, que callarán, incluso, las revistas culturales. Y es que este 7 de diciembre se cumplen veinticinco años de la muerte de alguien a quien muy pocos reconocen como héroe, aunque lo sea. Debe ser porque no consiguió esa heroicidad de la unión de un Dios con un mortal y tampoco se hizo enorme por su valor físico, mucho menos gracias a las bondades de su alma. Este héroe no fue un vidente ni un diestro guerrero, como Alejandro, como Napoleón o Maceo. Aunque lo asistieran pasiones tan grandes como las de aquellos héroes clásicos, en Cuba muy pocos lo recuerdan, al menos no más allá de eso que un amigo llama: La república de las letras. Para Reinaldo Arenas no habrá otra cosa que mutismo, y que nadie crea que se trata del silencio místico que se dedica a Dios. El silencio será de…, porque sí, de porque a mí me da la gana, porque de él no se puede hablar, porque lo mejor será callar.
Aunque Reinaldo Arenas sea sin dudas un hombre de la historia de Cuba, un instrumento, como diría algún filósofo, de las más altas realizaciones, fue condenado al olvido. Gracias a esas realizaciones y a su homosexualidad, sufrió los peores maltratos. Por su escritura, por su empeño en hacerla conocer, sufrió la cárcel que curtió para siempre su espíritu. Todavía son comunes las diatribas que intentan definirlo, y solo un libro suyo visitó una editorial cubana para llegar luego a la imprenta. Reinaldo Arenas sigue siendo un desconocido para los lectores de esta isla. Aunque escribiera una obra mayúscula, la imprenta cubana recibió únicamente Celestino antes del Alba. Y el silencio se hizo más grande.
Escribiendo estas líneas puedo suponer la reacción de aquellos que toman decisiones en el Granma mientras hurgan en la iconografía del autor de El mundo alucinante. Supongo el rubor, las molestias, los improperios que prodigarán mientras revisan sus imágenes fotografiadas, tan diferentes a las que se conservan de Maceo. Me gusta pensar en lo que harían al ver el cuerpo semidesnudo del escritor homosexual sobre la arena de una playa o en medio de un paisaje campestre.
Nadie se atrevería a comentar a estas alturas su inicial entusiasmo con la revolución triunfante. Por qué hacerlo si habría que reconocer más tarde que esa revolución terminó decepcionándolo, qué unirse a ellos fue solo un pretexto para huir de casa o, como dicen otros, para estar cerca de aquella recua de machos barbudos, viriles, sudorosos…
Habría sido mucho más conveniente mentir, decir que dio sus primeros pasos en una casa de elegante arquitectura levantada en alguno de los centros de poder de esta isla pequeñita, y que pertenecía a una poderosa familia dueña de centrales azucareros, que se había educado en exclusivísimos colegios religiosos. Su moral burguesa justificaría sus maneras “vergonzosas”, y sería mucho mejor a tener que reconocer que Reinaldo Arenas nació en Aguas Claras donde tuvo una infancia humildísima, amparada por discretos sembradíos y árboles frondosos, que allí trazó grafías en el tronco de los árboles. En el campo, en la madera de los árboles dejó sus primeras huellas. Allí desnudó por primera vez su cuerpo para entregarse a un hombre. Desde entonces unió la pasión que sentía por los libros a la de enredar su desnudez con la de un cuerpo semejante. Y tal atrevimiento, tan grande injuria a la moral revolucionaria, le costó muy caro. Lo llevó a la cárcel. La revolución no le perdonó que quisiera mostrar sus esencias y que exaltara sus índoles “impropias”. No pudieron dispensar su sexualidad sin fronteras, la delineación de una realidad grotesca capaz de mostrarnos “el horror, el desamparo, la incomunicación y la soledad que se siente cuando se está encerrado”.
El escritor se vio obligado a abandonar su tierra. Partió hacia los Estados Unidos desde el puerto de Mariel, y volvió a la isla amada, únicamente, en la ficción. Algunas veces me puse a imaginar ese regreso, tan distinto al de la condesa de Merlín. Lo he visto recorrer las zonas de “ligue”, aquellas que frecuentó cada día. Imaginé su reacción ante el hermoso efebo, posiblemente llegado también de Aguas Claras, que le propone un rato de placer a cambio de unos dólares. Consigo ver su asombro, la exaltación, la tristeza enorme ante la seguridad de que había vuelto a una Habana peor que aquella que se vio obligado a abandonar.
Arenas no quiso comulgar con una ciudad prostituida. Prefirió enredarse con el macho escondido entre el follaje de las faldas del Castillo del Príncipe, en el bosque de La Habana, antes que desembolsar algún dinero a cambio de un poco de placer. No iba a renunciar a esa libertad que tanto defendió. Elegiría cada vez los encuentros en la Playa del Chivo, en el Parque Lenin. Aceptar lo que el muchacho le ofrecía era someterse a una nueva humillación, aceptar la prostitución era la peor degradación, otra vez la cárcel. Y decidió volver a Nueva York.