LA HABANA, Cuba. -El lunes 20, día en que se reabrían las respectivas Embajadas de Cuba y de Estados Unidos —mientras ondeaban por toda la ciudad más banderas norteamericanas que nunca antes—, el pintor Lázaro Morera partía de su taller en la Habana Vieja con un singular objeto rodante: un cuadro de 3,20 metros de largo por 1,60 de alto, montado sobre dos ruedas.
Pretendía atravesar en procesión calles y avenidas desde allí hasta llegar a El Vedado, a las cercanías del edificio de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana—, que desde ese día volvería a su condición de Embajada de ese país— y documentar su sencilla performance con fotografías.
El objetivo del joven artista estaba lejos de ser pretencioso o de hurgar en lo conceptual y complicado. Lo único que pretendía era celebrar el acercamiento que estaba teniendo lugar entre los gobiernos de Estados Unidos y Cuba, que el 20 de julio alcanzaba un punto muy importante.
El cuadro rodante era en realidad dos cuadros pintados sobre lona y contrapuestos: uno representaba una isla de Cuba elevada del suelo, con el oriente hacia la izquierda y su lado norte hacia abajo, donde yace su sombra. En lugar de la Isla de Pinos tiene otra pequeña isla de Cuba invertida.
El cuadro opuesto es una vista de la bandera cubana en una perspectiva muy acentuada partiendo desde el triángulo. Llama la atención la forma en que el triángulo recuerda una crucifixión y cómo el cuadro es cruzado por implementos de limpieza —escobas, trapeadores y destupidores.
Aunque otros artistas se habían brindado para acompañar a Morera en su recorrido, al momento de partir desde su taller solo estaba presente la pintora y productora Camila Lozano Padilla, que lo secundaría durante todo el recorrido y hasta el ridículo colofón represivo.
Yo me uní a los dos artistas cuando ya entraban en El Vedado, viniendo por la Avenida del Malecón, para tomar fotos, y pude ver la reacción de la gente en la calle y escuchar los comentarios más variados, que normalmente eran de admiración, como “¡Esos locos están escapaos!” o “¡Van a destupir la isla!”. Aunque muchos preguntaban por el significado de los cuadros, era frecuente que relacionaran la imagen del país con los instrumentos de limpieza.
Al llegar a la avenida 23 la pequeña procesión tomó Rampa arriba, bajo el ardiente sol, hasta el hotel Habana Libre, y doblaron en L para continuar por esa calle hasta el final, alcanzando el malecón a la izquierda y por detrás de la Embajada norteamericana. Allí fue donde se produjo la primera alarma policial, pues el guardia de la garita junto a la que cruzaron comenzó a hablar apresuradamente por su intercomunicador.
Del lado de allá de la avenida, junto al muro del malecón, avanzaron por la acera el largo tramo que lleva hasta la llamada Tribuna Antimperialista, pero antes de llegar allá ya acudieron hacia ellos los primeros policías de civil, que, no obstante, los dejaron continuar, aunque la vigilancia ya se hizo directa.
Al llegar junto a la estatua de José Martí que abre la explanada de lo que la gente dio en llamar irónicamente “Protestódromo”, Lázaro Morera se hizo tomar las últimas fotos, con la distante mole de la Embajada al fondo, y dio por terminada su performance, que, de tan sencilla e inocua ni siquiera fue impedida por la policía, como supusieron con razón ambos artistas.
Sin demorarse más de un par de minutos allí, la breve comitiva subió por la calle N y pasó tras el edificio Focsa, donde un auto patrullero los detuvo, les pidió el carné de identidad y los retuvo un rato, hasta que los dejó seguir.
Los calabozos de la “UNEAC”
Ellos continuaron por N hasta Diecinueve, por donde llevarían el artefacto rodante hacia el oeste de El Vedado, en dirección a la casa donde sería guardada la obra momentáneamente, pero en la esquina de L ocurrió el clímax de aquella procesión, o pudiéramos decir que se inició el desenlace de la performance.
Llegaron, en verdad sin mucho aspaviento, varios autos civiles y patrulleros, y nos rodeó un grupo de policías y de agentes de la Seguridad del Estado. Preguntaron sin mucho interés sobre el significado de lo que habían hecho Morera y Camila. Finalmente un viejo oficial de civil dijo, con la mayor seriedad, que los tres debíamos ser llevados a la Unión de Escritores y Artistas (UNEAC) para “discutir la interpretación del cuadro”.
Nos esposaron a Morera y a mí, nos subieron a los tres a un patrullero y nos llevaron a la nueva sede de la UNEAC en la estación policial de Zapata y C, donde nos permitieron llamar por teléfono, nos encerraron en un hediondo calabozo y nos sometieron a una larga sesión de interrogatorio “estético”, por separado.
Digo “estético” porque los dos oficiales de la Seguridad que nos entrevistaron —una mujer y un hombre, treintañeros los dos— estaban interesadísimos en desenterrar y llegar hasta el sentido más profundo que pudiera tener aquella inquietante isla invertida. ¿Qué es lo que quiso decir el autor con esa Cuba al revés y por qué la performance terminó frente a la Embajada de Estados Unidos y no, por ejemplo, frente a la Dirección Provincial del Partido?
Como en mi caso les dije que el significado que pudiera tener el cuadro para mí no importaba, pues ellos podían determinar perfectamente el significado que mejor les conviniera, pasaron a preguntarme entonces por mis ganancias mensuales como periodista independiente y escritor. La verdad es que no me la ponían fácil.
Lo más curioso para mí era cómo ni siquiera mencionaron el otro cuadro, el de la bandera en agudo escorzo que, a causa de los palos de los implementos de limpieza, parecía recluida detrás de barrotes de manera muy poco metafórica, pero aquellos dos jóvenes investigadores de arte se habían obsesionado con el sentido bizantino de una Cuba representada al revés.
Unas tres horas después de llegar a la estación, nos sacaron del calabozo, nos devolvieron las pertenencias y nos pusieron en libertad. Es posible que otro oficial de mayor rango, como pareció en un breve diálogo de ellos aparte, detuviera aquella ridícula indagación estética contra las ganas de los dos jóvenes investigadores, que nos habían amenazado con una noche de intensa búsqueda en conjunto.
Me sorprendió que no hubieran liberado desde el principio a Camila Lozano, pero no me asombró que el interrogatorio con Morera hubiera sido no con dos, sino con varios estudiosos de artes sospechosas.
El artefacto de los dos cuadros sobre ruedas quedó “guardado” por ellos, o sea, secuestrado, parece que para ver si a solas con la obra lograban exprimirle de alguna manera su terrible y profundo significado, aunque, por supuesto, prometieron que dos días después lo devolverían en perfectas condiciones.
El oficial Eddy le dijo a Morera, antes de salir: “Para la próxima, fíjate bien en el contexto”. No puedo con los intelectuales.
Eran las diez de la noche. Hacía mucho menos calor y salimos aliviados a la calle, no muy seguros de que aquello hubiera terminado allí, sobre todo si, como supimos después, los investigadores habían estado haciendo sus averiguaciones artísticas por donde cada uno vive.
Increíble que a aquellos astutos sabuesos no les hubieran preocupado los —posibles— barrotes del segundo cuadro, los implementos de limpieza que tan bien hubieran venido para el calabozo de la UNEAC.
En fin, cosas del arte.