LA HABANA, Cuba.- Estando yo de visita en el trabajo de mi prima, llegó una amiga, que había laborado en el lugar, pero había pedido la baja nueve años antes. Esta mujer se había ido del país con su hijo, que por aquel tiempo era un bebecito y ahora había cumplido los diez. Por cierto, que el muchacho, a pesar de su juventud, ya nos pasaba a todas en estatura y hasta tenía sombra de un bigote incipiente. Se lo achacamos a la mejor alimentación y bromeamos sobre eso.
Ella le explicaba al muchacho: “Mira, Carlitos, esto es lo que yo te decía. Aquí en Cuba se trabaja con calma”. “Mira a aquélla pintándose las uñas, mira la otra viendo un capítulo de Caso Cerrado en la computadora. La tercera salió un momento a la pescadería, y las demás están jugando al Detective o al Solitario (juegos de computadora)”. Se vira para nosotros y nos dice: “Es que el niño no me podía creer”.
Entre añoranzas y chistes nos contó de su vida en los Estados Unidos. Lo que encontré más interesante es que ellos viven en el medio de la Florida, y que, cuando estuvieron en Miami, el muchacho preguntaba si aquello también estaba en los Estados Unidos, porque se le hacía raro que todos los carteles y servicios estuvieran en español.
En otra ocasión, en mi trabajo una compañera trajo a su enamorado español, un viejuco que había trabajado toda su vida y ahora estaba retirado. Con el retiro venía a Cuba dos veces al año, y nos contaba en confianza que estaba extrañado y hasta indignado de que en Cuba en todos los lugares los trabajadores llegaban tarde, se iban temprano, y utilizaban la jornada laboral para hacer todo tipo de cosas ajenas a su empleo.
Como lo vi hasta medio alterado, me senté con él y le expliqué: “Mire, lo que parece que usted aún no ha comprendido es que en este lugar, por ejemplo, nosotros le estamos haciendo un gran favor al Estado. Con lo que aquí nos pagan no nos da para comer, ni para pasear, ni para comprar absolutamente nada. Desde un par de zapatos hasta una casa, pasando por todo tipo de comidas, ropas, una cazuela o una bicicleta; nada se puede comprar con el salario que nos pagan”.
Continué mi esclarecimiento: “La mayoría de las que trabajamos aquí tenemos maridos que se buscan el dinero o tienen un pariente en los Estados Unidos o en otro país. Es así como resolvemos nuestra vida. Venimos al trabajo para no estar todo el día encerradas o en bata de casa como criadas. Tampoco con lo que nos pagan podemos pagar una persona que nos limpie la casa ni nos cocine. Es igual que si no nos pagaran NADA”.
Y concluí: “La verdad es que si necesitáramos el dinero para vivir, dejaríamos estos empleos universitarios, renunciaríamos a nuestras jefaturas y nos dedicaríamos a limpiar casas, que da más dinero. Entonces, si los jefes se ponen a exigir demasiado y a castigarnos por las salidas antes de hora, preferimos no trabajar. Eso perjudicaría al Estado. Para ellos es preferible que los obreros que tienen trabajen seis de las ocho horas, a no tener quien trabaje en lo absoluto”.
El español no quitaba su cara de asombro; se le fue transformando la mirada, hasta que por fin pudo hablar y dijo: “Te agradezco muchísimo tu explicación. Por fin entiendo las relaciones laborales en Cuba. ¡Y yo que pensaba que los cubanos eran perezosos!” Y terminó: “Aunque no lo creas, me voy más tranquilo”.