LA HABANA, Cuba. — Por estos días se cumplió el primer año de la muerte de Juan Carlos Peña Naranjo. O más bien de su asesinato. Porque a Juan Carlos lo mataron, aunque el parte forense dijera que murió ahogado.
Unos maleantes armados con machetes se apoderaron de la balsa en la que pretendía llegar a la Florida y lo tiraron al agua a varias millas de la costa, a la altura de Boca Ciega.
Juan Carlos es uno más de los miles de cubanos que han muerto en el mar, tratando de llegar a las costas norteamericanas, pero que a nadie se le ocurra decir que intentaba emigrar por motivos económicos, como cualquier otro pobre del Tercer Mundo: Juan Carlos, más que a una vida mejor, aspiraba a ser libre.
Juan Carlos era un opositor al régimen. Lo fue desde que tuvo uso de razón. Sus encontronazos con el sistema se iniciaron desde que era un niño. No le perdonaban que hubiese sido Testigo de Jehová y que prefiriera ir a la cárcel antes que al servicio militar obligatorio. Y él nunca hizo el menor intento porque lo perdonaran. Al contrario: no ocultaba su desafección y el profundo rechazo que le inspiraba “esta gente”.
Lo conocí bien. Juan Carlos vivía en una cuartería en el número 360 de la calle San Francisco, a unos 700 metros en línea recta de la casa donde viví hasta hace 17 años.
En el primer cuarto a mano izquierda, según se entraba por el oscuro pasillo, en una habitación con barbacoa, vivía con sus padres, su hermana y sus sobrinos.
“Brother, ya no doy más”, me dijo la última vez que lo vi. Arreglaba zapatos en el estrechísimo portal de una casa en la calzada de Porvenir. Por cada par de zapatos que cosía o pegaba, cobraba 5 ó 10 pesos, en dependencia de la magnitud de la costura. Se quejaba de que se tenía que esconder de los inspectores, porque con lo que ganaba, que malamente le daba para comer, no le alcanzaba para pagar la licencia.
Su matrimonio había naufragado hacía años, como tantos otros, por la falta de una vivienda que no tuviese que ser compartida con una multitud de parientes. Veía poco a su hijo porque el dinero no le alcanzaba para viajar a Matanzas, donde vivía. Y él lo echaba mucho de menos.
Allá por 1997, trabajamos juntos en el bacheo. Era el empleo que merecíamos tipos con problemas ideológicos como nosotros. Bajo un sol de penitencia, arreglábamos baches y regábamos asfalto por las calles llenas de huecos de La Víbora, Lawton y Luyanó. Juan Carlos era muy flaco y de aspecto enfermizo, pero era de los que trabajaba más duro en la brigada.
Lo veo y me veo en aquella época. A nosotros y a todos los que trabajábamos en aquellas brigadas de bacheo. Hambreados, la piel terrosa, la desesperanza en los ojos, las palabrotas siempre en la punta de la lengua, maldiciendo “esto” y a “esta gente”…
En 1997 Juan Carlos no dudó en dar su firma para solicitar la legalización del Movimiento Cristiano Liberación. Poco después, se uniría a ese movimiento. Lo recuerdo en la recogida de firmas para el Proyecto Varela. Luego se unió a otro grupo opositor, no recuerdo a cuál, del que también terminaría por irse.
Cuando me comentó su desilusión con los grupos opositores, no logré convencerle de que no tenía por qué esperar que los disidentes fuéramos seres especiales, perfectos, libres de los vicios del sistema en que nos habíamos formado, pero que con todo y eso, era mejor quedarse aquí, con los de uno, a enfrentar la dictadura y construir un país mejor, a como diera lugar, que mendigar una visa en el departamento de refugiados de la SINA para convertirse en un exiliado.
A Juan Carlos nunca le dieron la visa de refugiado. A pesar de los muchos arrestos y amenazas que había soportado, alegaban que no tenía motivos suficientes para temer por su integridad física. Y se defraudó con la oposición, se dio por vencido. Cansado de la vida sin esperanzas que llevaba, se montó en una balsa. Murió ahogado, pero igual pudo morir de rabia o de tristeza. Pero que no me vengan a decir que no fue por motivos políticos, que no me digan que igual mueren, tratando de llegar al Primer Mundo rico, haitianos, mexicanos y mahgrebíes. No. Juan Carlos fue víctima, más que de los delincuentes que lo tiraron al mar, de la miseria y el hambre, de un sistema en el que nunca tuvo cabida, porque no bastaba con que fuera un tipo honrado y trabajador, sino que tenía que ser además sumiso y obediente. Y eso no iba con él. Si me parece volver a escucharlo: “Ni a palos, brother, ni a palos, conmigo no hay arreglo”.