LA HABANA, Cuba. -Uno de mis vecinos de la tercera edad me confiesa que los años no le alcanzarán para ver un futuro diferente dentro de Cuba. Para no contribuir a ensanchar los límites de su desesperanza le animo a que cambie de perspectiva con mensajes cuyo propósito es el remiendo de sus ilusiones.
Tiene razón. Con 75 años de edad no califica para ver el desenlace de las transformaciones económicas que el general-presidente mantiene atadas a las pausas y los aplazamientos.
De las políticas ni hablar. El Partido Comunista no quiere “ruidos en el sistema” a no ser aplausos y vítores. Menos ahora que sus militantes se preparan para convertirse en amigos o empleados de los capitalistas que esperan por el visto bueno de Raúl Castro. No estaría mal preguntarle a los teóricos que profetizaron el colapso del sistema a partir de la acumulación de los fracasos, qué pasó con sus cálculos.
Contra todos los pronósticos, la mutación es un hecho irreversible. El pragmatismo y la necesidad de supervivencia pesaron más que la ortodoxia ideológica. El espíritu revolucionario es ahora el acicate para que los antimperialistas del patio guarden en el fondo de un baúl los uniformes verde olivo y salgan de traje y corbata por el mundo en busca de préstamos e inversiones en moneda dura.
Ante la precipitación de los hechos, es lamentable que el desconsuelo de mi vecino cuente con innumerables réplicas entre jubilados que también se las ingenian para enfrentar el hambre con pensiones de caricatura.
A la mayoría de ellos les resulta doloroso tener que despedirse de este mundo con la imagen de un país en ruinas, tal vez con el estómago semivacío, en harapos y bajo las miradas de desprecio de una sociedad que se acostumbró al uso del egoísmo y la apatía como antídotos contra la miseria y la falta de esperanzas.
Quisieran ver tan siquiera un destello del esplendor que tuvo La Habana entre las décadas del 40 y 50 del siglo pasado. Rememorar sus paseos por las calles Galiano y San Rafael con sus tiendas atestadas de productos y con el buen gusto desbordándose en cada uno de los mostradores. Darle rienda suelta a los sueños casi siempre realizables a partir del esfuerzo personal sin trampas de por medio o dependientes de la ayuda de algún familiar domiciliado en el extranjero.
Al reconocerse como perdedores, los viejitos cubanos refuerzan la línea divisoria entre el país idílico cuyo territorio de cimentó en las planas de los periódicos y en la palabrería de los funcionarios, y el que a la postre se impuso con las bayonetas y el terror psicológico.
Demás está decir que no son las únicas bajas colaterales de una encerrona que sepultó los anhelos de cuatro generaciones.
De todas formas no pierdo la oportunidad de elevarle la autoestima a mi vecino enfatizándole su buena salud a pesar de sus siete décadas y media de existencia y la probabilidad de que pueda llegar a los 90.
“Ni así podría ser testigo del retorno de la democracia. Esto tiene que ver con la brujería. Es una maldición que para quitárnosla de encima va a costar Dios y ayuda”, enfatiza.