LA HABANA, Cuba. -En Cuba, los 17 de diciembre, las calles y vías rápidas que conducen al santuario de San Lázaro, en Santiago de las Vegas, se repletan de multitudes que acuden a postrarse ante un santo milagroso que puede tornarse iracundo ante la desobediencia de los devotos. Ninguno de sus fieles se atreve a incumplir una promesa, ni siquiera a postergarla porque saben que la menor irreverencia suele ser castigada de inmediato y sin piedad.
Durante los años de revolución, ni siquiera en los tiempos de mayor intolerancia religiosa, la gente dejó de acudir al santuario en estas fechas y quienes no podían hacerlo por la presión del Partido Comunista, disimulaban su clandestino respeto vistiendo alguna prenda de color morado o ocultando en los bolsillos un pequeño trozo de saco de yute o portando algún dije o llavero con una imagen alegórica, entre otras muchas estrategias de enmascaramiento de una fe prohibida, estigmatizada por los principales dirigentes de la revolución, los mismos que, por decreto, prohibieron celebrar navidades y convirtieron las fiestas por el nuevo año en conmemoraciones por el triunfo de la revolución.
Tal vez porque, comparadas con las devociones al santo, siempre le parecieron insignificantes las pruebas de lealtad de un pueblo al que siempre deseó ver postrado ante su imagen verde olivo con igual sumisión, tal vez porque llegó a sentir la impotencia de no poder castigar con más ensañamiento a sus adversarios, Fidel Castro decidió inaugurar el primer congreso del Partido Comunista un 17 de diciembre del año 1975, pero antes, en los meses previos, obligó a los cubanos a firmar los llamados “compromisos del pueblo” donde las “masas” aceptaban transformar en ley de estricto cumplimiento, esa especie de “contrato social” que antes fuera solo un conjunto de normas “sobreentendidas”.
Las relaciones con los soviéticos, que asignaban a la isla los papeles de colonia, en lo comercial, y de base militar, en lo político; más la incertidumbre sobre las reacciones populares que traerían los reclutamientos masivos para llevar a cabo la locura de intervenir militarmente en Angola, precipitarían la urgencia de institucionalizar aún más la dictadura.
A partir del congreso comunista de 1975, la supresión de las voluntades individuales, el acatamiento de la idea de establecer categorías sociales basadas en la fidelidad a la revolución, así como el vivir para siempre a merced de la megalomanía de un líder atrapado en la encrucijada de la obligación de complacer a los soviéticos y sus deseos de jugar a la guerra en África, entre otras acciones represivas y antojos, quedaron establecidas formalmente como las únicas opciones de gobierno para el pueblo cubano.
Lo que antes, debido a la inseguridad del entorno internacional, solo habían sido una especie de ejercicios de laboratorio para determinar los niveles de tolerancia de las multitudes, después de diciembre de 1975, debido a la “sólida” protección que ofrecía el poder militar de los rusos y sus reiterados compromisos de intervenir en caso de estallar alguna rebelión, se transformó en un verdadero protocolo de acción cuyo incumplimiento podía ser penado hasta con la muerte, bajo perversas figuras legales como la “traición a la revolución” o el carácter irrevocable del socialismo, plasmadas en la ridícula “Constitución” redactada por aquellos días.
Si bien es cierto que desde el inicio de la década de los 70, incluso desde mucho antes, Fidel Castro, en numerosos discursos, promovió el radicalismo más cruel como única forma de gobierno y de participación política, fue a partir de ese primer congreso de 1975 que se dio la orden de crear todas las vías legales para institucionalizar los métodos represivos, el control de la información y los mecanismos de silenciamiento que han sido práctica habitual en las relaciones de los gobernantes con los ciudadanos quienes, con la resignación de los años, han aceptado esa atmósfera de tiranía como un contexto político normal.
La oleada de represiones e intolerancias iniciada en el tristemente célebre “Primer Congreso de Educación y Cultura”, de 1971, se fue haciendo mucho más catastrófica durante el lapso de tiempo que transcurrió previo al congreso del Partido, y es posible verificar, sin mucho esfuerzo, la convocatoria constante a desplegar los métodos más radicales y violentos contra cualquier signo de disentimiento político o ideológico. Los márgenes de intolerancia que establece Fidel Castro en sus intervenciones populares, abren las puertas a la transformación de los más bajos sentimientos humanos en efectivas armas para combatir cualquier indicio de “deslealtad” hacia su figura.
En el acto de clausura de aquel nefasto congreso de 1971, Fidel elogia las posiciones más radicales y las promueve como ideología oficial, lo que facilitará que solo cuatro años después sean deslizadas sin dificultades en las bases de una desvirtuada Constitución, cuya aceptación fue el resultado de un “amaestramiento” por el terror. En aquella ocasión, Fidel Castro, refiriéndose a los participantes en la reunión, decía: “[son el] fiel reflejo de ese pensamiento, de esas ideas, de esas posiciones verticales y radicales en la política que es fundamental”.
Y de inmediato comienza a perfilar las dimensiones de su intolerancia, sobre todo contra los intelectuales, considerados como el cáncer de la “nueva sociedad”:
“A veces se han impreso determinados libros. El número no importa. Por cuestión de principio, hay algunos libros de los cuales no se debe publicar ni un ejemplar, ni un capítulo, ni una página, ¡ni una letra!”.
“Creemos que el Congreso y sus acuerdos son más que suficientes para aplastar como con una catapulta esas corrientes”.
“Si a cualquiera de esos “agentillos” del colonialismo cultural lo presentamos nada más que en este Congreso, creo que hay que usar la policía […]. No se pueden ni traer, eso lo sabe todo el mundo. Así es. Por el desprecio profundo que se ha manifestado incesantemente sobre todas estas cuestiones”.
“y para volver a recibir un premio, en concurso nacional o internacional, tiene que ser revolucionario de verdad, escritor de verdad, poeta de verdad, revolucionario de verdad. Eso está claro. Y más claro que el agua. Y las revistas y concursos, no aptos para farsantes. Y tendrán cabida los escritores revolucionarios…”.
El mismo tono intolerante, prepotente, es mantenido en los discursos posteriores, con la diferencia de que ya puede exhibir su condición de protegido de los soviéticos, con lo cual desea marcar su invulnerabilidad política y desterrar cualquier esperanza de cambio. Recordemos que todos los discursos previos al congreso del Partido, incluso los que realiza durante los debates, así como el que ofrece como clausura en la Plaza de la Revolución, el 22 de diciembre de 1975 (precisamente el que es considerado en Cuba como “día del educador”), comienzan o terminan con extensos laudatorios a los observadores y consejeros soviéticos, a los cuales presenta como “invitados” y no como lo que realmente eran: administradores de la colonia. A todos los exhibe como prueba de su carácter intocable y no oculta las causas de su entusiasmo:
“[…] con nuestros sólidos vínculos con el CAME y con la Unión Soviética, garantizado en este país el combustible, garantizados en este país el trigo, los alimentos, los equipos, las inversiones industriales, ¿con qué nos pueden amenazar los imperialistas?”, decía Fidel para luego asegurar: “¡Construiremos el socialismo! Y sin que nadie nos pueda acusar de soñadores, ¡nuestro pueblo llegará al comunismo!”
Y para subrayar su carácter sempiterno, más adelante agregaba: “aun cuando las relaciones económicas con Estados Unidos puedan ser útiles a nuestro país, esas relaciones no se restablecerán jamás, si es a base de renunciar a un átomo de nuestros principios. Y creemos que en eso está de acuerdo nuestro pueblo entero. Y está de acuerdo no solo la presente generación, sino incluso las generaciones venideras”.
Aunque fue el despotismo la única forma de gobierno desde 1959, el congreso del Partido se convirtió en el cónclave necesario para abolir los “sobreentendidos” y dejar establecido un orden oficial, una pauta de comportamiento que todos debían acatar sin cuestionamientos ni consultas populares. Una verdadera ceremonia de consagración para un sujeto al que, a fuerza de trastazos, ya se le había inflamado suficientemente la cabeza como para sostener una corona.
Aunque los motivos reales de escoger el 17 de diciembre de 1975 como inicio del primer congreso del Partido Comunista hubieran sido otros, mucho más relacionados con el azar, al pensar en las ambiciones de Fidel Castro, en su voluntad de endiosamiento, no dejo de creer que, en la decisión, hubo algo de anhelar las extremas devociones de una multitud de fieles capaces del sacrificio y de la autoflagelación, ya sea por alcanzar el milagro prometido o, simplemente, por temor al castigo a la infidelidad. Habría que ver cuántos hombres y mujeres, entre aquellos que acudieron a la Plaza a escuchar a Fidel por aquellos días de San Lázaro, hoy peregrinan desencantados, arrepentidos, hasta el santuario de Santiago de las Vegas buscando obrar el milagro de un país libre.